martes, 2 de agosto de 2022

La bicicleta de Proust

  Verano de 2022, tercero después de la pandemia. Regreso de Boquiñeni y me meto en algo parecido al diario que un yo del pasado escribió durante un viaje anterior hace ya muchos años. Es un pliego de cuaderno escolar de hojas rayadas sujetas con dos grapas. La caligrafía da algunas pistas del personaje y tal vez de su edad: las tildes brillan por su ausencia, hay alguna hache tan muda que no aparece por ningún lado y otra se ha colocado, indebidamente, al frente de una palabra que luciría mejor sin.

  Cuenta ese yo del pasado que fue un viaje, de mitad de julio a finales de agosto, con su abuelo y su abuela. El diario -al que mi yo del pasado llama, a veces, "libro"- se refiere muchas veces a "la bicicleta". De hecho, ese yo del pasado (que no precisa cuál fue el año de esas vacaciones aunque no resultaría difícil de averiguar por algunos detalles)  anota que nada más llegar a Boquiñeni, y "después de los saludos", lo primero que hizo fue "ir a ver la bicicleta y dar una vuelta". Estoy por decir que, con ligeras variaciones, los yoes que vinieron después (y algunos anteriores, porque no soy capaz de recordar la primera vez) han repetido siempre, con ligeras variaciones, el mismo ceremonial de inicio de vacaciones: agenciarse una bicicleta. 

  Ah, que lo olvidaba: que este año, el del tercer verano después de la  pandemia de 2020, metí en la mochila 'A la sombra de las muchachas en flor', el segundo libro de la serie de Marcel Proust sobre la búsqueda del tiempo perdido. Así que ya se pueden imaginar por dónde irá este texto. Si la última vez que estuve en Boquiñeni, antes de la pandemia, aprendí que cada vez que caigo por ahí paso el mal de Montano (descrito por  Enrique Vila-Matas y que te lleva a vivirlo todo como si fuese literatura), esta vez he ubicado Combray y Balbec en algún punto indeterminado de la Ribera Alta del Ebro entre Boquiñeni, Luceni, Pradilla, Gallur, Pedrola, Remolinos y Alcalá de Ebro, el nombre verdadero de la Ínsula Barataria de Sancho Panza.

    Pero andaba con el diario de mi yo del pasado y las bicicletas; que a la mínima te se te va el santo al cielo y pierdes la orientación. Ahí es nada, que aquel año no corría únicamente en bicicleta; que aquel año, me pareció relevante consignar que, además de ir a la Pastelería por la mañana (la Paste fue uno de los cinco bares que, con el paso de los años llegue a contar en Boquiñeni aunque ahora queden sólo dos), también estuve  por la noche,  "una vez hasta las diez y otra hasta las once y media".

    Nada anoté en ese cuaderno -igual eso es de otro año, o es que como no lo apunté lo recuerdo con más intensidad- de la aventura (entre comillas, claro) que me supuso descubrir que, allá a la derecha de la Acequia la Viuda, metiéndose por ese callejón que (me cuentan) ha sido famoso en las madrugadas de estos años pasados de restricciones horarias por la  pandemia, llegabas bordeando ribazos y saltándote una pared a la calle que lleva al camino de La Mejana, esa que empieza en la plaza junto al ayuntamiento y que también fue la calle (creo recordar) de la centralita de teléfonos y del 'Centro', o club, donde se dejaban ver 'las mayores', o las muchachas en flor que diría Proust. Cuando ibas en bicicleta por esos andurriales con ribazos y acequias, tenías que bajarte y arrastrarla con la mano. Pero eso te hacía sentir  como Tom Sawyer y Huck Finn, el Ebro podía ser como el Mississippi  y, desde luego, daba para contarlo una y otra vez hasta confundir lo que era verdad y lo que imaginabas. Y aquí, recordando esos momentos ya de regreso a Palma, se cuela también el Proust que me ha acompañado este último viaje: "Quitar a nuestros placeres lo imaginativo es reducirlos a la nada". Y, llegando ya esa edad sobre la que no conviene insistir (que todavía no los has cumplido, no lo digas, me ha estado apuntando estos días CH.), te puedes tomar como una aventura también volver en bici de Remolinos después de meterte y perderte  por un camino equivocado. Es que estos caminos son un laberinto y hasta yo me pierdo, me dijo alguien desde un coche con la misma seguridad que otros me contaron que ese recorrido no tiene pérdida.  

    La idea de llegar a Remolinos -con una ermita desde la que se alcanza todo lo que alcanza tu mirada, que es impresionante, y también todo lo que se cruza por tu interior, que no es menos; y  una iglesia, aquel día cerrada, con cuatro lienzos de Goya- se convirtió en un sí o sí la noche anterior. Concretamente, en la puerta de lo que fue el bar Joyosero (creo que ya he contado casi todo lo que puedo contar del Joyosero, también que mi  almuerzo de  huevo frito, chorizo y vino, antes de que dieran las diez,  debió de ser de los últimos que se sirvieron la mañana del día que cerró), mientras nos sentábamos a la fresca, algo hacía,  C., N., B., M. y su hermana A. "Tienes que ir al mesón Los Marinos y decir que eres pariente de S. Un hermano del que lo lleva hizo la mili con él y eran muy buenos amigos", me dijo M. S. era (y seguirá siendo) Santiago. Aunque empecé este blog hace algunos años poniendo, principalmente,  iniciales, hago una excepción con Santiago, hermano del alma de todos mis yoes con los que me cruzo por Boquiñeni. Sabía que esa indicación y el nombre del pueblo, Remolinos, provocaría eso es mí: remolinos de recuerdos y sensaciones. Y no me equivoqué, claro. Los sitios, los lugares, los paisajes y los momentos son lo que son pero son, sobre todo, las personas con quienes los compartes o las que te llevan a evocarlos. 

  Allá, en esa casa de donde sale una pareja mientras charramos,  estuvo la tienda de C., Ultramarinos González, creo que se llamaba, aunque tampoco lo juraría. Y dos casas después, está la que me dejó mi abuela hace mucho tiempo. No me he atrevido a entrar porque mis yoes del pasado están por todas partes y, como conozco de sobra al que se quedó allí dentro, sé que me hubiera dicho: "Pero, vamos a ver alma cándida, ¿no eras tú el que no parabas de repetir que algún día la arreglarías y te vendrías aquí?". No estoy para encontrarme con un yo del pasado que venga a pedirme cuentas de algo que dije o hice. Casi podría haberle respondido con lo que Proust pone en boca del pintor Elstir cuando le dice al narrador de 'A la sombra de las muchachas...': "No hay hombre, por sabio que sea, que en alguna época de su juventud no haya llevado una vida o pronunciado unas palabras que no le gusta recordar". 

  Hay otros yoes del pasado por esas calles. Como ese que se vino hasta aquí (o hasta allá, es un lío lo de los tiempos porque pienso en un sitio y escribo en otro) para un fin de año de los ochenta cuando  en lo que un yo anterior recordaba como el cine, se celebraba una fiesta en la que actuaba una orquesta con batería. Para entonces no había pabellón, ni piscinas ni tampoco un paseo para ir andando hasta la barca Pradilla. El reló no da este año dos veces las horas. Antes sí, a los pocos minutos de dar las horas, volvían a sonar y ese intervalo te permitía pensar las cosas dos veces y fantasear con una segunda oportunidad, que es en el fondo lo que mucha gente busca.

   No podía irme esta vez sin escuchar de primera mano la historia del gato Covid y que tanta huella dejó en el  periodista Ander Izagirre a su paso por Boquiñeni, que le dedicó una entrada de su blog y un artículo, el 9 de julio de 2020, en la contra del Diario Vasco. L., el coprotagonista de la historia (y que, además, me enseño una foto del gato Covid que le había hecho con el móvil) me detalló  eso que  llamó la atención a Izagirre el día que llegó a Boquiñeni en bicicleta y le preguntó por el mejor lugar para darse un chapuzón y acampar. L. también iba en bicicleta y  no sólo le respondió, sino que le contó que durante los días duros del estado de alarma, sólo si tenías animales te dejaban salir hasta el huerto.  Y que logró engatusar a un gato vagabundo con unos "huesicos de pollo" que empezó a ponerle  en la puerta de casa. Y que el gato se convirtió así en su salvoconducto y lo llamó Covid. En su artículo, Izagirre  también da otros detalles que le contó L., como que en el pueblo vive un vasco "muy de la Reala" que "a veces viaja hasta Anoeta". El vasco muy de la Reala es M., al que mis yoes que dejaron de ser niños fueron incorporando a las historias de Boquiñeni. Todo el mundo le conocé allí, prácticamente todo el pueblo habrá participado en alguno de los viajes que ha ido organizando por toda España, está casado con una de mis primas (lo que más me impresionaba de crío es que allí todo eran 'parientes'), ha enseñado y difundido la historia del pueblo y, entre otras muchas cosas, escribió un libro sobre la recuperación de la barca de sirga que cruzaba el río hasta Pradilla (y la bicicleta con la que me he movido por ahí estos días por ahí es suya, por cierto).

   Para ya cargante, que ya ha quedado claro  que has estado en Boquiñeni, que estás cayendo en eso tan propio de periodistas de creerse que nada ha pasado o existido hasta que no lo cuentan. Vale, una cosa más: algún yo de futuro le contará alguna vez a N., que es ahora un bebé, una niña  que gatea y que intenta decir sus primeras palabras, que conocí la tierra de su abuela, que era la misma que la de mi abuela. Y también la mi madre y la de su madre.

(Ah, por cierto, Marcel: que para magdadenas como esa tuya tan famosa  que te devuelve momentos del pasado, las de la panadería Vergara. En Boquiñeni, donde la realidad, los recuerdos, y los recuerdos de los recuerdos se mueven al paso de las bicicletas).

  


domingo, 11 de agosto de 2019

Boquiñeni y el mal de Montano (el viaje de 2019)


Ahora sé que cuando caigo por Boquiñeni paso el mal de Montano, descrito por Enrique Vila-Matas  y que, básicamente, te lleva a vivirlo todo como si fuera literatura. Este viaje de 2019 me ha abierto los ojos.

Bueno, en realidad, lo único que yo no sabía es que eso –vivirlo todo desde el prisma de la literatura, ser un enfermo literario- se llamaba así, el mal de Montano. Tenía los síntomas pero desconocía que Vila-Matas (V-M) lo había diagnosticado y le había puesto nombre.

Todo empezó poco antes del viaje de este verano a Boquiñeni, en la ribera alta del Ebro, cuando cerró una librería de Palma y compré dos vila-matas: Bartleby y compañía  y El mal de Montano. Vale, también compré una edición completa y no infantil de David Copperfield, de Charles Dickens. Más que nada porque tiene un arranque muy literario, de esos que dan a entender que tienen que pasar muchas cosas: “Si llegaré a ser el héroe de mi propia vida u otro ocupará ese lugar, lo mostrarán estas páginas”. David Copperfield siempre me gustó, mucho antes de saber que fue la historia que le abrió a Siri Hustvedt las puertas de la creación. 

Metí en la mochila Bartleby (que había leído y perdido; alguna vez ya he contado que hasta que no di con el modo de evitarlo, los libros de V-M me desaparecían una vez leídos, como si me los hubiera tragado) y también a Montano, que no había leído todavía. Releí el primero (tengo un amigo ácrata que dice que, a ciertas edades, sólo se puede releer aunque yo no estoy totalmente de acuerdo) y luego me metí con Montano. Y ocurrió lo que ocurre siempre: que a cada paso que daba, a cada frase que leía, me daba la sensación de que V-M estaba describiendo lo que me estaba pasando.
Iba por la página 20 cuando ya el narrador soltaba de sopetón que “Rosa me dijo que yo necesitaba un viaje urgente”, desintoxicarme y dedicarme a la contemplación de la Madre Naturaleza y (textual) “mirar con calma como nacen, por ejemplo, los tomates en el campo”. Que era, exactamente, lo que acababa de hacer yo entonces después de que S. me dijera “llévate unos tomates”. Décadas atrás (ahora ya no) Boquiñeni era un gran productor y exportador de tomates y  el tiempo se medía en lo que iba de una cogida a otra. Ya lo he contado otras veces y no es  necesario repetirlo.

Supe que me iba a enganchar El mal de Montano, que EVM publicó en 2002, nada más asomarme a la reseña de la contraportada. Seguramente porque aludía a una “quijotesca contienda mental” que llevaba a  su protagonista de un lado a otro. Aunque era yo  quien, de verdad,  estaba en un viaje quijotesco, concretamente por algunas de las tierras, donde pasó don Quijote en su primera salida.

Es posible que ni Montano ni (supongo) EVM hayan pasado por Alcalá de Ebro, que es la Ínsula Barataria donde don Quijote hizo gobernador a Sancho Panza. Pues bien, apenas había llegado yo a la Ínsula Barataria (qué cursilada, por Dios, escribir  “apenas había llegado yo a la Ínsula Barataria”) cuando se me salió la cadena de la bici y a mí no se me ocurrió otra cosa que pensar que Rocinante había perdido una herradura.

Estoy enfermo del mal de Montano, lo sé, y no consigo dar un paso (ni siquiera en bicicleta) sin relacionarlo con algo que he leído antes o que ya le ha pasado a otra persona. Por eso, no sólo me creí que le cambiaba la herradura a una bici que se había convertido en caballo,  sino que me encomendé a Dulcinea (y me dije, tiene que saberlo) como cuando el episodio de los gigantes que parecían molinos.  Pero fue al regreso de Gallur - a la vista  del Canal Imperial  y   de los molinos del monte- cuando Frestón me confundió con uno de sus  encantamientos  y transformó en una almenara lo que no debería haber sido sino un letrero indicador de los caminos rurales del Ebro.
En resumen (y quizá tendría que hacérselo saber  a Vila-Matas), he experimentado  el  mal de Montano a mi paso por  Boquiñeni, ese universo que invento y moldeo en cada viaje (también en el de 2019) como si me fuera la vida en ello. Y no te hagas el loco, Proust, que ya sé que andas asomándote ahí con tu dichosa magdalena. Pues te voy a decir una cosa, que también  he probado más de una en Boquiñeni. Desde que era un crío. Son las magdalenas de la panadería de V. pero que,  a mí, me hacen el efecto de las de  Proust.

“¿Pero a quién se le ocurre traerte magdalenas cuando vuelves de viaje?”, me preguntaron una vez mientras me miraban como si yo estuviera loco. “Bueno, ¿y qué te vas a traer de Combray cuando vas en busca del tiempo perdido?”, imagino que debí  responder en plena inflamación literaria. Casi lo grito el otro día, pero me contuve, desde el plató de los informativos de RTVE en Aragón donde me metió E. hace pocos días. Lo anoto y lo guardo en este blog  para volver de tanto en tanto cuando la rutina de la información me ahogue y ni las historias leídas me salven.

Heidi, la niña de los Alpes, también se me cruzó un año por Boquiñeni. Salió de un libro  de la colección Historias Selección de la Biblioteca Juvenil de Bruguera -esa que alternaba páginas escritas con otras de ilustraciones- y yo sólo esperaba la hora del desayuno, en la cocina de las puertas verdes y el hogar con cadieras de la cocina de casa de la  tía C., por ver si sentía lo mismo que Heidi y Pedro al beber leche recién ordeñada. Y eso que la leche  nunca me había gustado, ni siquiera ahora años después. Pero, en verano, todo era diferente. Y más si la tarde anterior habías ido a buscarla tú mismo y la habías  llevado a casa en bici o andando.

Todo ha cambiado de aquel universo y de cómo lo miraba aquel niño de ciudad que se sorprendía de todo. Todo ha cambiado, o casi todo, pero quedan los recuerdos que me sirven para ir reconstruyendo esta historia a la que quizá, como Montano, esté añadiendo más literatura que la debida. Bueno, el tomate sabe igual, y la longaniza y el chorizo. Y también algunas conversaciones  que se han quedado como detenidas en el tiempo.

Lo que ha cambiado, sí, es que empecé a verlo todo desde la perspectiva de un crío y que ahora ya no sé cuál es mi lugar. Veo a gente de mi quinta pero también paso  el rato con quienes, por edad, podrían ser sus padres o sus hijos. Y sigo preguntándome por mi abuelo y, otra vez en este viaje (esta vez en El Rincón, que es el único bar que queda abierto)  me han vuelto a contar la anécdota de cómo, llegado de Boquiñeni,  mi abuelo  se las ingenió en Palma para conocer todos los entresijos de la noche  (yo nunca he sabido cómo) y que habló con el portero del Sgt. Peppers para que tuvieran paso libre quienes vinieran del pueblo. Supongo que mi abuelo no estuvo  en el Sgt. Peppers la noche en que actuó Jimi Hendrix y que es algo que se comenta mucho por aquí (ahora escribo desde Palma) ¡Y qué más da! Puestos a construir leyendas y buscarle a todo una conexión literaria, quién sabe dónde se pone el límite que separa la realidad y la ficción.

Ya  tendría que empezar a irme (para otro día, si es que no la he contado ya,  quedará la historia del reló que da las horas dos veces con un intervalo de tres minutos y que te permite pensar las cosas en una segunda oportunidad) pues no consigo dar un paso sin meterme en alguna historia y pasarlo todo por libros y músicas. De Labordeta,  siempre pero esta vez tengo que nombrar a Carmen París y a ‘Jotera lo serás tú’, canción que L.  me descubrió:  “Jotera lo serás tú, anda y díselo a tu madre, que a mí no me duelen prendas de cantarte por rancheras, o por chotís o en zulú”.

Cada viaje a Boquiñeni me descubre algo nuevo, hago algo que no había hecho antes. He visto, esta vez un entrenamiento del equipo de fútbol y, que es lo que he tratado de contar esta vez,  he descubierto que cada vez que caigo por ahí la realidad se me cruza con la literatura; que tengo el mal de Montano descrito por Vila-Matas, vaya. Como conozco a Paula de Parma y soy amigo de su hermano, Pepe de Palma, igual halló el modo de hacérselo saber. Y menos mal que no me dio por llevarme este año Una casa para siempre, que es otro de sus libros. Lo habría interpretado como una señal y no hubieran  podido sacarme de allá.  Donde imagino que sigo, por cierto. Tenía que contarlo. Por si sirve de ayuda a alguien.


jueves, 4 de octubre de 2018

Desde el otro lado


(El texto que sigue se publica en el programa de las Fiestas de la Virgen del Rosario que han empezado este 4 de octubre en Boquiñeni.  Difícilmente podré sentirme tan orgulloso de publicar algo en otro sitio. Gracias por la confianza)

Todo te llamaba la atención cuando, de muy crío, llegabas a Boquiñeni. Lo primero, los horarios y cómo pasaba el tiempo. Obligatorio, lo que se dice obligatorio, sólo era estar en casa para las comidas y para dormir, también la siesta, costumbre que entonces no entendía y que era lo que menos me gustaba. El resto del tiempo podías pasártelo en la calle. Además, siempre había más gente, podías ir en bicicleta de un lado a otro (aunque te hubieran dicho ‘no pases de allí’, quedaba margen para olvidarte) y, encima, te mandaban a algún recado. Ir a comprar no se qué, ir a buscar leche, ir a llevarle agua a tu tío que estaba en el campo. ¿He dicho tu tío? Bueno, es que otra de las cosas que te llamaba la atención en Boquiñeni cuando llegabas allí en verano es que todo eran tíos y tías. No fallaba, ibas por la calle con tu abuela, tu madre o cualquier otro pariente (esa era otra de sus peculiaridades, allí la familia no se acababa nunca) y, de repente, una mujer se te acercaba, te sonreía de oreja a oreja, te cogía de los mofletes, tú la mirabas desde abajo como asustado y siempre la oías preguntar: ‘¿Es que no sabes que yo también soy tía?’ Te curabas en salud y después de reponerte del susto respondías siempre que sí. Al fin y al cabo si tu abuela había tenido tres hermanas y un hermano, bien podía ser verdad ese parentesco.

Ay perdón, que me he metido aquí sin más y sin presentarme, otra vez me he dejado llevar y me he lanzado directamente a la calle. Bueno, soy Juan, el hijo de la Lola, el nieto de tío Pepe y tía Pilar y lo primero que quiero contar es que me han dejado meterme en este programa de fiestas (aunque yo haya nacido en Mallorca) para asomarme desde aquí a todo el pueblo y poder contar lo que veo. Ya adelanto que éste va a ser el escrito más difícil de mi vida porque, además de ser una carta de amor y de inmenso agradecimiento, es una carta que voy a compartir y nada puede hacerme sentir más orgulloso y feliz. Y mira que me han pasado cosas aquí (o allí, que ahora escribo desde Palma, del otro lado del espejo), mira que he vivido momentos diferentes, mira que me he pateado calles y mira que he conocido gente antes y después de aquel día (o para qué engañarnos, debió ser una noche) de un final de año de los ochenta que pasé en Boquiñeni y que fue cuando decidí que no me iba a conformar sólo con venir sin más sino que, a mi manera y desde el profundo respeto que eso representa, me integraría al máximo y haría de Boquiñeni mi refugio, mi pueblo, mi país y hasta mi bandera (aunque las banderas me gusten más bien poco, tampoco lo voy a negar). No se dónde andaré estos días cuando arranquen las fiestas de la Virgen del Rosario pero si sé en qué andaré y cómo estaré: rebuscando entre todos mis recuerdos, respirando aires que ya respiré, fundiéndome con los colores de los lugares por los que pasé, escuchando conversaciones antiguas y sintiendo que estoy allí. Es decir, aquí.

Sé que estas fiestas de octubre, esté donde esté, enumeraré, sin orden ni concierto y saltando de año en año, todo lo que he hecho en Boquiñeni, que creo que es casi todo: disfrazarme, o revestirme, que es una palabra que suena mejor; acercarme a una acequia y encandilarme con algo que entonces me parecían como arañas de agua mientras contábamos ‘pare una, pare dos, pare tres’ y así hasta que te cansabas; ver ocultarse a un erizo o vigilar tortugas; escapar de una oca que te persigue (o que te encorre) y hasta pasar una temporada por la escuela (todavía recuerdo aquel dictado para distinguir las bes de las uves, ‘daba vértigo asomarse a aquel abismo’); ir a por huevos de gallinas al corral; jugar en la calle al pañuelo o a preguntar por alguien que venía de Valladolid y traía un oficio y hasta hacerle unos agujeros a una calabaza antes de que se pusiera de moda Halloween y prender dentro una cerilla para iluminarla...O casi desnucarme al caer por una escalera por ir a sacar agua de una fuente, o embobarme con el soplete del herrero, que era como un cañón de fuegos artificiales.... Y trasnochar, y madrugar, y coger tomates, y almorzar, y subir a un coche para marcharte de fiesta, y calentarte, y cantar (aunque te digan majo, cómo desafinas), y bailar, y pontificar, y reír, y llorar, y curarte de amores y desamores, y dormir, y ver amanecer, y ver cómo anochece. Y apropiarte de palabras desconocidas por mí hasta entonces y dar a otras un significado diferente. Qué sé yo, por recordar algunas: falordia, escobar, esbarizar, pozal, arranque, penalti, membrillo y hasta tontolaba. Y naturalmente que recordaré las veces que me he sentado en la misma piedra de la misma calle en que se sentaba mi abuelo y que alguien me dijo alguna vez ‘estoy viendo a tio Pepe’. Y sí, sé que todo eso se revolverá dentro de mí cuando suene la música de la fiesta.

Cómo se parecía y se parece aún todo esto a la libertad. En ningún sitio como en Boquiñeni me he sentido tan libre. Desde el otro lado, sólo puedo dar las gracias por todo a tanta gente. Y una cosa más para terminar: quiero aprovechar esta ocasión única e irrepetible para nombrar desde este programa de las fiestas de octubre a María Dolores Blasco Almau, mi madre, hija de José Blasco Coscolla y de Pilar Almau Solsona. Boquiñenera, naturalmente. Ella me une a todo lo que he vivido y todavía viviré aquí. Y a todo lo que, de Boquiñeni, ni puedo ni quiero olvidar. Hasta siempre.


jueves, 31 de mayo de 2018

Lo que quedará bajo los adoquines


Van a poner adoquines en algunas calles de Boquiñeni después de arreglar la canalización. Por eso, varias estaban levantadas y la hoguera que abre las fiestas se encendió este mayo de 2018 en una plaza, la del Rosario, que tenía un no se qué de descampado. Van a poner adoquines (o eso me contaron y yo me lo creo) pero no es mayo del 68 y aunque debajo no estará la playa, sí quedará algo que se le parecerá mucho. Bajo las baldosas nuevas quedará guardado todo lo que he pisado y compartido en Boquiñeni.
     Lo conté una vez y seguiré diciéndolo bien alto las veces que haga falta: volveré, solo o en compañía, volveré. Y encenderé una hoguera con mis recuerdos. Una hoguera como la de la noche de la víspera. Ahí se mezclará todo, lo que ya he pasado y lo que descubro en cada viaje. Y a  todo lo que viví, compartí y paseé, sumaré lo  nuevo. Y añadiré, en esta  coctelera de  recuerdos que he llamado 'Blogquiñeni', a la concejala que me regaló el pañuelo azul que lleva  el escudo con la barca. Y sumaré, también, el pañuelo amarillo del bar El Rincón, al que acabo de deshacerle el nudo mientras escribo ya que la última vez me lo quité directamente del cuello, pasándomelo por la cara y la cabeza, sin darme tiempo a alisarlo y doblarlo. Bajo las calles nuevas embaldosadas quedarán, por ejemplo, los pasos que di con J, al que llamo R junior, porque R llaman a su padre. Y aunque bajo los adoquines no se oculte la playa  como proclamaba el grito revolucionario de mayo del  68 (o sí, vaya usted a saber), seguro que  quedará  todo  lo que me he ido dejando allí, que es casi la mitad de lo que soy. Que empecé muy joven, en el siglo pasado cuando todo era aún en blanco y negro. Que empecé muy joven, muy crío, cuando las bicicletas eran, sí, para el verano. Que ahora ya sé que,  bajo los adoquines, se habrá quedado aquella moneda de 500 pesetas que, otras fiestas, se me coló por un agujero del suelo de madera del Casino. S estaba aquella tarde conmigo y bromeamos mucho. Ay, S, cuánto te debo, qué falta me haces. Pero todos esos momentos pasados quedarán bajo las calles y nunca se perderán.
    He estado en Boquiñeni para las fiestas de mayo, las de los tres patrones, el Santo Cristo, San Gregorio y San Miguel. Las recordaba en blanco y negro y esta vez las he vivido en color. Debajo de los adoquines no estará la playa pero sí algo que tiene la fuerza de una confidencia en la arena paseando con los pies mojados junto al mar: el recuerdo de ese momento en que alguien, en la barra de Los Gemelos,  me contó que  mi abuelo, que era de  Boquiñeni, llegó a conocer tan  bien los entresijos de la noche de Palma  que había hablado con el portero de Barbarela  y el Sargents Peppers para que no tuviera problemas al entrar en esas salas de fiesta.
      Cuando los adoquines cubran las calles, también guardarán otras fiestas, esas de octubre, que fueron un aquelarre. Eran los años ochenta y llegué  buscando algo o huyendo de no se qué. Volveré a Boquiñeni; solo o en compañía (preferiblemente solo porque es la mejor manera de encontrarse) volveré  y sabré que allá quedarán todos mis pasos anteriores y todo lo que voy añadiendo a mi almario con el paso del tiempo: amigas, amigos, confidencias, historias de la guerra y  de la paz  y hasta canciones, charangas y jotas. Como una de hace años, que proclamaba algo así como que ya tenemos pabellón, pronto tendremos piscinas y un paseo pa ir andando hasta la barca Pradilla . Años después es verdad que, además de pabellón, ya están las  piscinas y un  paseo pa ir andando hasta la barca Pradilla, aunque la barca se la llevara el río en una de esas inundaciones que, de tanto en tanto, ponen a Boquiñeni  en las portadas de los periódicos.  ¿Qué habrá sido de aquel muchacho  sentado que espera den las once (o las doce, ahora no recuerdo bien) en un reló que está parado?
   Tendré que tomarme otra Ambar, vaya. Y es que ocurre  algo extraño con los bares que han cerrado y a los que siempre me asomo para ver qué queda dentro. Los bares que han cerrado en Boquiñeni se han quedado como suspendidos en el tiempo, como si tuvieran que abrir al  día siguiente. Te asomas a la puerta, o a algunas de las ventanas, te fijas en que la barra sigue ahí, que quedan restos del mobiliario y tú piensas que, de un momento a otro, volverán a oírse voces, que se reanudarán conversaciones que quedaron interrumpidas y que tendrás oportunidad de volver a vivir todo paso a paso.  
       Ahora me veo pegado a un cristal de lo que fue uno de esos  bares  y miro donde la barra y luego hacia  la derecha y todo vuelve a empezar. Doy unos pasos, esta vez a la izquierda, sobre mí mismo y me quedo justo enfrente de la  entrada de hace décadas, ahora la de Bantierra, la Caja Rural de Aragón, y que entonces era la de La Pastelería, que es donde compraba primero los polos y los friseles, luego los kases y los medios kases y más tarde las cervezas. Hubo un año, debió ser el 74 o así, que siempre  una vieja y un viejo iban palbacete y alguien le pedía a Cheli que sacara el güiski para el personal porque iban a hasé un guateque. Era una de las  canciones que  sonaba  en  la máquina de discos de' la Paste', al fondo a la izquierda, según entrabas.  La máquina de ahora es un cajero automático pero yo estoy seguro que habrá quienes cuando se pongan delante para sacar dinero recordarán los tiempos de las pesetas y los duros que hacían moverse a  los discos después de apretar unas teclas. Recuerdo momentos de diferentes épocas que me vuelven a la cabeza cuando la veo cerrada. Recuerdo los momentos del PM y, sobre todo  (y qué voy a contar que no haya contado antes) del  Bar Joyosero, que cuatro años después de que echara el cierre, se me sigue apareciendo abierto en los sueños. 'Es que no tenéis casa u qué' , sí pero la llevamos dentro.
    No sabría precisar ni cuando ni cómo, pero todo un bar, con sus sillas, sus mesas y su clientela , cambió de lugar de un año para otro. O de un viaje para otro, que es mi medida del espacio tiempo cuando me dejo abducir por Boquiñeni y confundo el real con el imaginario. Al menos en mi imaginación, el 'bar de Pipo'  estaba en la calle que terminaba entre dos tiendas que marcaron mi infancia y (como si de un encantamiento se tratara)   apareció en la calle de al lado convertido en Los Gemelos. La próxima vez preguntaré si todo eso es algo que yo tengo en la cabeza o realmente ocurrió así. 
  Y ya vale, por ahora, que hay que ir acabando igual que se acaba mayo. No me despediré sin nombrar a Labordeta, que aunque no es de Boquiñeni, sigue poniendo letra y música a lo que me pasa por la cabeza cuando me meto en este blog.  Y anotaré que 'somos como esos   viejos árboles batidos por el viento que azota desde el mar'; y anotaré 
 que 'vamos a echar nuevas raíces por campos y veredas para poder andar'. Y, naturalmente,que 'habrá  un día en que todos al levantar la vista veremos una tierra que ponga libertad'.
   Acabo de regresar de Boquiñeni, cierro de momento el tarro de la pócima y me voy con la música a otra parte. Pero, eso sí, prometo que pase lo que pase con las baldosas nuevas no taparan mis recuerdos y que (si hace falta)  levantaré los adoquines y  buscaré mis pasos y todos mis momentos y todas mis historias compartidas.  Aunque  en el empeño dé con el río y me confunda con él. Hasta la próxima.

domingo, 9 de abril de 2017

Santiago

Los sitios, los lugares, los paisajes y los momentos son lo que son pero son,sobre todo, las personas con quienes los compartes. Y, por eso, Boquiñeni, o mi Boquiñeni,  es también (o fundamentalmente) Santiago.
Santiago, pozal en mano (seguramente después de un gesto de su padre, o no) volviendo a  recorrer el palo de las tomateras ,por el que había pasado yo antes,  para recoger los tomates que se me habían quedado en la mata; Santiago, hasta las tantas de la madrugada, platicando (o charrando) de lo divino y de lo humano, avisándome de hasta dónde podía llegar en los comentarios a esas horas en que la lengua se desata; Santiago, muchos años atrás, acompañándome al cine de la carretera o al fútbol del Alto Don Diego.
Santiago, Santiago, Santiago, de palabras las justas, pero definitivas, riendo al recordar las veces que estuvo en Palma o aquella vez, te acuerdas.  O diciéndome a  quién podía preguntar cosas de mi abuelo, al que siempre busco cuando voy a Boquiñeni. Santiago, yéndose  hacia el campo, hacia los motores, hacia los riegos (según la época)  en el coche o en la furgoneta, a la velocidad mínima y  respondiéndome a algo que se nos  había quedado pendiente de la noche anterior.
Santiago, llevándome a su peña o a otras peñas  convirtiendo en grandes declaraciones mías lo que sólo eran comentarios tontos de  cuando iba yo  entonado. Santiago, como si fuera el hermano mayor que nunca he tenido, con  esa peculiar complicidad que te da (y no sé si lo que voy a escribir es políticamente correcto) ser el mayor en una familia en la que  las mujeres son mayoría. Santiago, que sin pensarlo, o bien consciente de ello, me cuenta historias, me regala  ideas y detalles para este ‘Blogquiñeni’. Santiago, recorriéndose ribazos y acequias, aquella madrugada en la que me largué del pueblo para subirme en un tren. 
Santiago, acompañándome cuando mis amistades se dejan caer por Boquiñeni, Santiago haciendo que muevan la barca para que crucemos hasta Pradilla. Santiago,en fin, haciéndome sentirme a mí  protagonista cuando el protagonista de verdad  era él. Santiago, hermano de mil falordias,  que la amistad de verdad se parece mucho a eso. Santiago, hermano, hasta siempre. Vamos tirando, Santiago, como en la canción de Pinillos y Labordeta.


(Santiago Almau Corchón murió en Boquiñeni el 4 de abril de 2017)

martes, 5 de agosto de 2014

El 'blues' del Joyosero

                                        ‘A veces me pregunto qué hago yo aquí'                                                                              ( Labordeta)


Ha pasado ya  esa hora que coincide con  la del  vermú en Boquiñeni, ya he comido, aprieta el calor, que aquí es mucho más húmedo y penetrante que el que he  pasado días atrás y, como por arte de magia  o  uno de esos encantamientos sin explicación de los que tanto podría hablar Sancho el de la Ínsula Barataria, allá en Alcalá de Ebro, me veo  ahora en un cine que parece el viejo cine de  M en algún  momento impreciso de hace décadas en que la película  se atascaba en el proyector y una imagen se quedaba fija en la pantalla.
      Me dejo llevar y  más imágenes fijas llaman mi atención que ahora pasan ante mí,  adelante y atrás, en color y blanco y negro, como diapositivas  sin control. Es que han cerrado el Joyosero y todos mis recuerdos vuelven a estar en danza. Ni que decir tiene, o mejor sí  decirlo, que estuve  en Boquiñeni coincidiendo con  los últimos días del bar –que abrió sus puertas un 19 de marzo de 1953 y las cerró cuando el 31 de julio de este 2014 ya había dado paso al mes de agosto- y que eso es lo  me  ha traído  de nuevo a este blog que yo creía haber dejado convertido hace dos años  en el mensaje de una botella que el río se encargaría de llevar de un lado para otro.
      He vivido los últimos días del Joyosero (me faltó el momento preciso en que la puerta cayó por última vez pero ya he visto una foto) y eso me da  fuerza para  presumir de  haberme metido un poco más en la historia de Boquiñeni.  Lo digo, igual que Mario Benedetti en el Padrenuestro Latinoamericano,  con irreverencia y gratitud. Lo digo desde  la irreverencia del que llega de fuera  y pretende contar todo lo que ve, como si antes  nada hubiera existido. Pero   también,  desde  la gratitud a quienes me han permitido hacerlo (y animado a continuar)  pasando por encima mis errores, y dejándome  formar parte de su mundo.
     Las imágenes fijas vienen y van,  como aquella frase  escrita en  una  pared lateral de la fachada,   ‘Alto aquí, bar Joyosero’,  que era un llamamiento explícito, y que inmediatamente secundé y  fui observando  religiosamente, sólo o en compañía,  sin preocuparme demasiado por el origen de aquel grato mandamiento. Muy cerquita, y cuántas veces lo leí, había un cartel de madera, de los tiempos de Franco, que instaba a ‘hablar bien’ porque ‘la ley prohíbe la blasfemia’. Aquella admonición, sobre todo si te la cruzabas al salir del bar más bien alegre o ‘caliente’ (que es como llaman en Aragón al hecho de entonarte o emborracharte)  imponía bastante menos que la otra  y hasta obligaba a desobedecerla.  Me han contado que ese cartel fue restaurado y que ahora está pendiente de buscarle  ubicación definitiva. Como este año hasta me he sentado a hablar con el alcalde, que me contó de proyectos e ideas que tiene, pues me atrevo a decirle que ese letrero también pertenece a la memoria de  Boquiñeni y que urge buscarle un hueco.
     Yo ya le hecho un hueco en mi coctelera de recuerdos e imágenes fijas. Igual que al retrato de F,  el fundador del bar; a una de las últimas frases que le oíamos decir antes de mandarnos fuera, ‘¿Es que no tenís casa u qué?'; igual que a  la vieja máquina de discos de la Pastelería (desde la que alguien pedía a Cheli  que sacara el güisqui para el personal porque iba a hasé un guateque o contaba no se qué de una vieja y un viejo que iban palbacete); igual que le he hecho un hueco   al desfile incesante de gente camino del Alto Don Diego los domingos de partido e igual que le he hecho un hueco  al griterío y al  bullicio que presencié  en la replaceta de entrada, la de la báscula,  aquella noche de  verano en que todo el pueblo se levantó contra los intermediarios del tomate y decidieron montar una cooperativa.
     Hasta el viaje de este año llegué a pensar que esto último  había sido un sueño. Me faltaban referentes, porqués, fechas y rostros. Pero este año, el año que ha cerrado el Joyosero, ya puedo anotar que aquello  ocurrió  en 1977, poco después de las primeras elecciones, en uno de esos  veranos   en los que también yo me  apuntaba a  ‘coger tomates’. En este  2014 he mezclado la mía con una de esas voces de la revuelta. Una hora larga he estado con FA en una de las mesas del Joyosero  preguntándole por todo aquello. Supongo que   ahora lo iré contando y escribiendo por los siglos de los siglos.  
     Tanto mis amistades de aquí como las de allí (cuando abro el tarro de Blogquiñeni nunca sé en qué lado del espejo estoy al escribir  y confundo todos los tiempos verbales) ya están hartas de que me repita tanto con estas historias. O porque, las de un lado, ya  saben de sobra cómo se recogen tomates o porque, a las del otro, o les trae sin cuidado o les suena a batallita.
Familias enteras, entre ellas las de mis parientes que me unen a Boquiñeni,  se levantaban muy temprano para ir a las tomateras. Después de la primera tanda, el remolque con las cajas rebosantes de tomate se quedaba en el campo y,  subidos como podíamos en el tractor (más adelante, también el alguna furgoneta)  regresábamos a casa a ‘almorzar'.
     El almuerzo es otra de esas fotos fijas de las que no puedo despegarme. De muy  pequeño, cuando  conseguía vencer el empeño de mi abuela en que siguiera durmiendo (que aunque se había levantado hacía rato y yo  la oía  trajinar por la casa, trataba de convencerme de que aún no había amanecido, de que mis tíos y primos ni siquiera  se habían  ido  al campo de  que aún no habían vuelto); cuando conseguía vencer el empeño de mi abuela, ya digo,  y    lograba salir de la habitación, contemplaba  una escena que nunca había visto antes en Palma: la del almuerzo después del primer turno en las tomateras.
   Mientras a mí me esperaba   un tazón de café con leche con unas magdadenas, en la cocina de las ventanas y las puertas verdes dominada por un hogar aragonés con cadieras,  se vivía un gran bullicio. Toda la familia almorzaba en torno a  una mesa  a la que, a veces  también  rodeaba  un perro a la espera de que le cayera algún resto.  Y es que, almorzar no era cualquier cosa. Para mí era como comer a la hora de desayunar. Y otro tanto ocurría en la casa de al lado,  donde Tío S añadía al ritual el gesto de  levantar  al aire un porrón y darle un sorbo.  Si todo eso estaba unido a ‘coger tomates’ (me decía yo)  cómo no iba  a acompañarles algún día  en esa aventura.  Un día lo conseguí y hasta, creo, aprendí a separar el verde, del menos verde y el más maduro  en las largas mesas del  ‘almacén’.
  Yo  me acordaba de todo eso la última mañana que abrió el Joyosero. Posiblemente, el almuerzo que nos tomamos S, M y yo aquella mañana de jueves  fue de los últimos, sino el último, que salió de su cocina. Huevo frito, longaniza y vino de Borja con gaseosa.  Almuerzo de reyes  y aún no habían dado las diez. Sabores cercanos que te llevan a paraísos perdidos. Igual que el de  las tres salmueras que E había puesto sobre la barra en el vermú del último domingo para que ella, C y yo nos las comiéramos junto a nuestros sentimientos.

  Por cierto,  ¿nunca he contado que el reloj de Boquiñeni da las horas dos veces con unos minutos de diferencia?, ¿Y que eso bien podría significar   que  nos estuviera dando una segunda oportunidad  para desandar caminos equivocados y actuar de manera diferente? ¿No? Pues ya está dicho. Y ahí queda para la próxima vez que nos veamos y nos pongamos al día de las últimas falordias, que es como llaman en  Aragón a esos cuentos, dimes, diretes y habladurías tan bien contadas que parece que fueran verdad. Puede que ya no sea  en el Joyosero, o puede que sí (el reloj marca las horas dos veces) pero será en Boquiñeni. Porque lo llevo dentro  y  me acompaña allá donde voy.



domingo, 12 de agosto de 2012

Habrá un día en que todos...

                
A esta hora del domingo, que es la del vermú en Boquiñeni, preparo el equipaje para volver a la realidad y a las historias intrascendentes. Aún deben quedar en la barra del bar salmueras, banderillas, pulpitos ensartados por un palillo y hasta anchoas recién dispuestas sobre una tostada de pan. Me habré bebido ya uno, o dos, vermús con sifón. E. me habrá pasado, como de extranjis y envueltos en un papel, un par de monederos de los que sacan cada año con el nombre de Bar Joyosero y que este año son rojos. Los monederos de 2012 incluyen una leyenda que informa de que ese local, que primero fue ‘el bar de F’ (el mismo F. que hará bastantes años me dio a probar en su bodega un vino viejo que me servía en pequeñas copas a las que él también pegaba un sorbo cuando su mujer no miraba) arrastra “más de sesenta años” de historia. A C. le ha dado este año por repetir cada dos por tres que quiere jubilarse pronto. “Si tardas otros tres años en volver, igual ya no me encuentras aquí” me dice para ponerme los dientes largos. Seguro que a estas alturas, en una de la mesas del local, M. ya me ha vuelto a contar que una vez le habló de mí a Jaume Matas, aquel ministro de Medio Ambiente que también fue presidente de Baleares y que arrastra condenas por prevaricación, malversación, falsedad en documento mercantil y yo que sé  cuantas cosas más. Matas, cuando era ministro, se presentó una vez en Boquiñeni tras unas inundaciones y si es verdad que le hablaron de mí, pagaría por ver la cara que puso. Un año me hice una foto con algunos de los que participaron en la algarada que le montaron al ministro cuando se paseó por Boquiñeni. Conociéndole, a Jaume Matas, no puedo dejar de imaginar la escena. Pero dejemos al ex president, que es un personaje totalmente intrascendente en esta historia. Vuelvo la vista a otra de las mesas. Quizá L. y A. también han pasado esta mañana. Igual venían de Tudela o de algún pueblo en fiestas. Aunque suelen ir por otro de los bares de Boquiñeni, esta mañana habrán hecho por verme y se habrán dejado caer por aquí. Hay más gente que en un día de faena. Este domingo, en que yo me preparo para salir de mi propio sueño del verano, hay más mujeres de lo que es habitual en el bar. Y niños y niñas, que me recuerdan a cuando yo empecé a venir por Boquiñeni y que entran y salen a por helados o a por ‘chuches’ que ahora se venden en un aparador especial. ¿No están allí P. y J.? J. es uno de los de la General Motors , lo mismo que F., con quien hablo siempre que vengo por aquí y que ahora anda metido en el comité de empresa. J. fue hace años concejal y hasta diputado provincial y pronto me preguntará ‘dónde has dejado a S’ y empezará con el estribillo de El milagro de Lamberto, que es una especie de contraseña entre nosotros. No sé si el cuñado de J., que también se llama S., estará ya en la casa, donde está a punto de empezar una comida familiar. Un año me hizo un montaje con un programa de internet y le puso música, de Labordeta naturalmente, a una fotografías que había estado haciendo yo por ahí. I.M. habrá ido temprano a comprar ‘El País’ y en casa de Tía L. ya estarán terminando de comer. R. está a un lado de la barra. Y V también; de hecho sigue en la misma esquina que la noche anterior. Y mira, no ha terminado todavía el vermú y ya se empiezan a servir los primeros cafés. Menos mal que los platos, con la cucharillas y los azúcares, están preparados desde hace rato.

Me cuesta mucho pero tengo que salir. Recorro el lugar con la mirada y se mezclan en mi coctelera momentos, gestos, expresiones y rostros de otras veces que he estado por aquí. Ya no vendrá R, con quien nos pasábamos a tomar café después de la comida. Ni F., cuyo retrato preside el bar, y que ya no volverá a preguntar aquello de ‘¿Es que no tenís casa u qué?’ Me voy. Me voy con la música a otra parte. Aún me queda convertir este ‘blog’ y su contenido en una especie de mensaje dentro de una botella. Cuando atardezca me acercaré hasta la barca, pasaré frente a la escuela y las piscinas y me sentaré a mirar el río. Cuando nadie me vea cogeré la botella y la lanzaré al Ebro. Así es como imagino el destino de este Blogquiñeni, de este cuaderno del verano de 2012,  a partir de ahora. Como un mensaje que irá siempre de un lugar para otro a la espera de que alguien lo rescate.

Volveré. Solo o en compañía, volveré. E imaginaré que suena el Canto a la Libertad de José Antonio Labordeta. Y que, como dice su letra, “habrá un día en que todos, al levantar la vista, veremos una tierra que ponga libertad’. Porque la libertad existe. La llevamos dentro y nos sale siempre  al paso en el lugar más insospechado. Yo la he notado siempre muy cercana en Boquiñeni. Y allí nos reencontraremos.

(A mi madre, María Dolores Blasco Almau, que me une a todo lo que he intentado contar)


Palma, 12 de agosto de 2012