‘A veces me pregunto qué hago yo aquí' ( Labordeta)
Ha pasado ya esa hora que coincide con la del vermú en Boquiñeni, ya he comido, aprieta el calor, que aquí es mucho más húmedo y penetrante que el que he pasado días atrás y, como por arte de magia o uno de esos encantamientos sin explicación de los que tanto podría hablar Sancho el de la Ínsula Barataria, allá en Alcalá de Ebro, me veo ahora en un cine que parece el viejo cine de M en algún momento impreciso de hace décadas en que la película se atascaba en el proyector y una imagen se quedaba fija en la pantalla.
Me dejo llevar y más imágenes fijas llaman mi atención que ahora pasan ante mí, adelante y atrás, en color y blanco y negro, como diapositivas sin control. Es que han cerrado el Joyosero y todos mis recuerdos vuelven a estar en danza. Ni que decir tiene, o mejor sí decirlo, que estuve en Boquiñeni coincidiendo con los últimos días del bar –que abrió sus puertas un 19 de marzo de 1953 y las cerró cuando el 31 de julio de este 2014 ya había dado paso al mes de agosto- y que eso es lo me ha traído de nuevo a este blog que yo creía haber dejado convertido hace dos años en el mensaje de una botella que el río se encargaría de llevar de un lado para otro.
He vivido los últimos días del Joyosero (me faltó el momento preciso en que la puerta cayó por última vez pero ya he visto una foto) y eso me da fuerza para presumir de haberme metido un poco más en la historia de Boquiñeni. Lo digo, igual que Mario Benedetti en el Padrenuestro Latinoamericano, con irreverencia y gratitud. Lo digo desde la irreverencia del que llega de fuera y pretende contar todo lo que ve, como si antes nada hubiera existido. Pero también, desde la gratitud a quienes me han permitido hacerlo (y animado a continuar) pasando por encima mis errores, y dejándome formar parte de su mundo.
Las imágenes fijas vienen y van, como aquella frase escrita en una pared lateral de la fachada, ‘Alto aquí, bar Joyosero’, que era un llamamiento explícito, y que inmediatamente secundé y fui observando religiosamente, sólo o en compañía, sin preocuparme demasiado por el origen de aquel grato mandamiento. Muy cerquita, y cuántas veces lo leí, había un cartel de madera, de los tiempos de Franco, que instaba a ‘hablar bien’ porque ‘la ley prohíbe la blasfemia’. Aquella admonición, sobre todo si te la cruzabas al salir del bar más bien alegre o ‘caliente’ (que es como llaman en Aragón al hecho de entonarte o emborracharte) imponía bastante menos que la otra y hasta obligaba a desobedecerla. Me han contado que ese cartel fue restaurado y que ahora está pendiente de buscarle ubicación definitiva. Como este año hasta me he sentado a hablar con el alcalde, que me contó de proyectos e ideas que tiene, pues me atrevo a decirle que ese letrero también pertenece a la memoria de Boquiñeni y que urge buscarle un hueco.
Yo ya le hecho un hueco en mi coctelera de recuerdos e imágenes fijas. Igual que al retrato de F, el fundador del bar; a una de las últimas frases que le oíamos decir antes de mandarnos fuera, ‘¿Es que no tenís casa u qué?'; igual que a la vieja máquina de discos de la Pastelería (desde la que alguien pedía a Cheli que sacara el güisqui para el personal porque iba a hasé un guateque o contaba no se qué de una vieja y un viejo que iban palbacete); igual que le he hecho un hueco al desfile incesante de gente camino del Alto Don Diego los domingos de partido e igual que le he hecho un hueco al griterío y al bullicio que presencié en la replaceta de entrada, la de la báscula, aquella noche de verano en que todo el pueblo se levantó contra los intermediarios del tomate y decidieron montar una cooperativa.
Hasta el viaje de este año llegué a pensar que esto último había sido un sueño. Me faltaban referentes, porqués, fechas y rostros. Pero este año, el año que ha cerrado el Joyosero, ya puedo anotar que aquello ocurrió en 1977, poco después de las primeras elecciones, en uno de esos veranos en los que también yo me apuntaba a ‘coger tomates’. En este 2014 he mezclado la mía con una de esas voces de la revuelta. Una hora larga he estado con FA en una de las mesas del Joyosero preguntándole por todo aquello. Supongo que ahora lo iré contando y escribiendo por los siglos de los siglos.
Tanto mis amistades de aquí como las de allí (cuando abro el tarro de Blogquiñeni nunca sé en qué lado del espejo estoy al escribir y confundo todos los tiempos verbales) ya están hartas de que me repita tanto con estas historias. O porque, las de un lado, ya saben de sobra cómo se recogen tomates o porque, a las del otro, o les trae sin cuidado o les suena a batallita.
Familias enteras, entre ellas las de mis parientes que me unen a Boquiñeni, se levantaban muy temprano para ir a las tomateras. Después de la primera tanda, el remolque con las cajas rebosantes de tomate se quedaba en el campo y, subidos como podíamos en el tractor (más adelante, también el alguna furgoneta) regresábamos a casa a ‘almorzar'.
El almuerzo es otra de esas fotos fijas de las que no puedo despegarme. De muy pequeño, cuando conseguía vencer el empeño de mi abuela en que siguiera durmiendo (que aunque se había levantado hacía rato y yo la oía trajinar por la casa, trataba de convencerme de que aún no había amanecido, de que mis tíos y primos ni siquiera se habían ido al campo de que aún no habían vuelto); cuando conseguía vencer el empeño de mi abuela, ya digo, y lograba salir de la habitación, contemplaba una escena que nunca había visto antes en Palma: la del almuerzo después del primer turno en las tomateras.
Mientras a mí me esperaba un tazón de café con leche con unas magdadenas, en la cocina de las ventanas y las puertas verdes dominada por un hogar aragonés con cadieras, se vivía un gran bullicio. Toda la familia almorzaba en torno a una mesa a la que, a veces también rodeaba un perro a la espera de que le cayera algún resto. Y es que, almorzar no era cualquier cosa. Para mí era como comer a la hora de desayunar. Y otro tanto ocurría en la casa de al lado, donde Tío S añadía al ritual el gesto de levantar al aire un porrón y darle un sorbo. Si todo eso estaba unido a ‘coger tomates’ (me decía yo) cómo no iba a acompañarles algún día en esa aventura. Un día lo conseguí y hasta, creo, aprendí a separar el verde, del menos verde y el más maduro en las largas mesas del ‘almacén’.
Mientras a mí me esperaba un tazón de café con leche con unas magdadenas, en la cocina de las ventanas y las puertas verdes dominada por un hogar aragonés con cadieras, se vivía un gran bullicio. Toda la familia almorzaba en torno a una mesa a la que, a veces también rodeaba un perro a la espera de que le cayera algún resto. Y es que, almorzar no era cualquier cosa. Para mí era como comer a la hora de desayunar. Y otro tanto ocurría en la casa de al lado, donde Tío S añadía al ritual el gesto de levantar al aire un porrón y darle un sorbo. Si todo eso estaba unido a ‘coger tomates’ (me decía yo) cómo no iba a acompañarles algún día en esa aventura. Un día lo conseguí y hasta, creo, aprendí a separar el verde, del menos verde y el más maduro en las largas mesas del ‘almacén’.
Yo me acordaba de todo eso la última mañana que abrió el Joyosero. Posiblemente, el almuerzo que nos tomamos S, M y yo aquella mañana de jueves fue de los últimos, sino el último, que salió de su cocina. Huevo frito, longaniza y vino de Borja con gaseosa. Almuerzo de reyes y aún no habían dado las diez. Sabores cercanos que te llevan a paraísos perdidos. Igual que el de las tres salmueras que E había puesto sobre la barra en el vermú del último domingo para que ella, C y yo nos las comiéramos junto a nuestros sentimientos.
Por cierto, ¿nunca he contado que el reloj de Boquiñeni da las horas dos veces con unos minutos de diferencia?, ¿Y que eso bien podría significar que nos estuviera dando una segunda oportunidad para desandar caminos equivocados y actuar de manera diferente? ¿No? Pues ya está dicho. Y ahí queda para la próxima vez que nos veamos y nos pongamos al día de las últimas falordias, que es como llaman en Aragón a esos cuentos, dimes, diretes y habladurías tan bien contadas que parece que fueran verdad. Puede que ya no sea en el Joyosero, o puede que sí (el reloj marca las horas dos veces) pero será en Boquiñeni. Porque lo llevo dentro y me acompaña allá donde voy.