martes, 2 de agosto de 2022

La bicicleta de Proust

  Verano de 2022, tercero después de la pandemia. Regreso de Boquiñeni y me meto en algo parecido al diario que un yo del pasado escribió durante un viaje anterior hace ya muchos años. Es un pliego de cuaderno escolar de hojas rayadas sujetas con dos grapas. La caligrafía da algunas pistas del personaje y tal vez de su edad: las tildes brillan por su ausencia, hay alguna hache tan muda que no aparece por ningún lado y otra se ha colocado, indebidamente, al frente de una palabra que luciría mejor sin.

  Cuenta ese yo del pasado que fue un viaje, de mitad de julio a finales de agosto, con su abuelo y su abuela. El diario -al que mi yo del pasado llama, a veces, "libro"- se refiere muchas veces a "la bicicleta". De hecho, ese yo del pasado (que no precisa cuál fue el año de esas vacaciones aunque no resultaría difícil de averiguar por algunos detalles)  anota que nada más llegar a Boquiñeni, y "después de los saludos", lo primero que hizo fue "ir a ver la bicicleta y dar una vuelta". Estoy por decir que, con ligeras variaciones, los yoes que vinieron después (y algunos anteriores, porque no soy capaz de recordar la primera vez) han repetido siempre, con ligeras variaciones, el mismo ceremonial de inicio de vacaciones: agenciarse una bicicleta. 

  Ah, que lo olvidaba: que este año, el del tercer verano después de la  pandemia de 2020, metí en la mochila 'A la sombra de las muchachas en flor', el segundo libro de la serie de Marcel Proust sobre la búsqueda del tiempo perdido. Así que ya se pueden imaginar por dónde irá este texto. Si la última vez que estuve en Boquiñeni, antes de la pandemia, aprendí que cada vez que caigo por ahí paso el mal de Montano (descrito por  Enrique Vila-Matas y que te lleva a vivirlo todo como si fuese literatura), esta vez he ubicado Combray y Balbec en algún punto indeterminado de la Ribera Alta del Ebro entre Boquiñeni, Luceni, Pradilla, Gallur, Pedrola, Remolinos y Alcalá de Ebro, el nombre verdadero de la Ínsula Barataria de Sancho Panza.

    Pero andaba con el diario de mi yo del pasado y las bicicletas; que a la mínima te se te va el santo al cielo y pierdes la orientación. Ahí es nada, que aquel año no corría únicamente en bicicleta; que aquel año, me pareció relevante consignar que, además de ir a la Pastelería por la mañana (la Paste fue uno de los cinco bares que, con el paso de los años llegue a contar en Boquiñeni aunque ahora queden sólo dos), también estuve  por la noche,  "una vez hasta las diez y otra hasta las once y media".

    Nada anoté en ese cuaderno -igual eso es de otro año, o es que como no lo apunté lo recuerdo con más intensidad- de la aventura (entre comillas, claro) que me supuso descubrir que, allá a la derecha de la Acequia la Viuda, metiéndose por ese callejón que (me cuentan) ha sido famoso en las madrugadas de estos años pasados de restricciones horarias por la  pandemia, llegabas bordeando ribazos y saltándote una pared a la calle que lleva al camino de La Mejana, esa que empieza en la plaza junto al ayuntamiento y que también fue la calle (creo recordar) de la centralita de teléfonos y del 'Centro', o club, donde se dejaban ver 'las mayores', o las muchachas en flor que diría Proust. Cuando ibas en bicicleta por esos andurriales con ribazos y acequias, tenías que bajarte y arrastrarla con la mano. Pero eso te hacía sentir  como Tom Sawyer y Huck Finn, el Ebro podía ser como el Mississippi  y, desde luego, daba para contarlo una y otra vez hasta confundir lo que era verdad y lo que imaginabas. Y aquí, recordando esos momentos ya de regreso a Palma, se cuela también el Proust que me ha acompañado este último viaje: "Quitar a nuestros placeres lo imaginativo es reducirlos a la nada". Y, llegando ya esa edad sobre la que no conviene insistir (que todavía no los has cumplido, no lo digas, me ha estado apuntando estos días CH.), te puedes tomar como una aventura también volver en bici de Remolinos después de meterte y perderte  por un camino equivocado. Es que estos caminos son un laberinto y hasta yo me pierdo, me dijo alguien desde un coche con la misma seguridad que otros me contaron que ese recorrido no tiene pérdida.  

    La idea de llegar a Remolinos -con una ermita desde la que se alcanza todo lo que alcanza tu mirada, que es impresionante, y también todo lo que se cruza por tu interior, que no es menos; y  una iglesia, aquel día cerrada, con cuatro lienzos de Goya- se convirtió en un sí o sí la noche anterior. Concretamente, en la puerta de lo que fue el bar Joyosero (creo que ya he contado casi todo lo que puedo contar del Joyosero, también que mi  almuerzo de  huevo frito, chorizo y vino, antes de que dieran las diez,  debió de ser de los últimos que se sirvieron la mañana del día que cerró), mientras nos sentábamos a la fresca, algo hacía,  C., N., B., M. y su hermana A. "Tienes que ir al mesón Los Marinos y decir que eres pariente de S. Un hermano del que lo lleva hizo la mili con él y eran muy buenos amigos", me dijo M. S. era (y seguirá siendo) Santiago. Aunque empecé este blog hace algunos años poniendo, principalmente,  iniciales, hago una excepción con Santiago, hermano del alma de todos mis yoes con los que me cruzo por Boquiñeni. Sabía que esa indicación y el nombre del pueblo, Remolinos, provocaría eso es mí: remolinos de recuerdos y sensaciones. Y no me equivoqué, claro. Los sitios, los lugares, los paisajes y los momentos son lo que son pero son, sobre todo, las personas con quienes los compartes o las que te llevan a evocarlos. 

  Allá, en esa casa de donde sale una pareja mientras charramos,  estuvo la tienda de C., Ultramarinos González, creo que se llamaba, aunque tampoco lo juraría. Y dos casas después, está la que me dejó mi abuela hace mucho tiempo. No me he atrevido a entrar porque mis yoes del pasado están por todas partes y, como conozco de sobra al que se quedó allí dentro, sé que me hubiera dicho: "Pero, vamos a ver alma cándida, ¿no eras tú el que no parabas de repetir que algún día la arreglarías y te vendrías aquí?". No estoy para encontrarme con un yo del pasado que venga a pedirme cuentas de algo que dije o hice. Casi podría haberle respondido con lo que Proust pone en boca del pintor Elstir cuando le dice al narrador de 'A la sombra de las muchachas...': "No hay hombre, por sabio que sea, que en alguna época de su juventud no haya llevado una vida o pronunciado unas palabras que no le gusta recordar". 

  Hay otros yoes del pasado por esas calles. Como ese que se vino hasta aquí (o hasta allá, es un lío lo de los tiempos porque pienso en un sitio y escribo en otro) para un fin de año de los ochenta cuando  en lo que un yo anterior recordaba como el cine, se celebraba una fiesta en la que actuaba una orquesta con batería. Para entonces no había pabellón, ni piscinas ni tampoco un paseo para ir andando hasta la barca Pradilla. El reló no da este año dos veces las horas. Antes sí, a los pocos minutos de dar las horas, volvían a sonar y ese intervalo te permitía pensar las cosas dos veces y fantasear con una segunda oportunidad, que es en el fondo lo que mucha gente busca.

   No podía irme esta vez sin escuchar de primera mano la historia del gato Covid y que tanta huella dejó en el  periodista Ander Izagirre a su paso por Boquiñeni, que le dedicó una entrada de su blog y un artículo, el 9 de julio de 2020, en la contra del Diario Vasco. L., el coprotagonista de la historia (y que, además, me enseño una foto del gato Covid que le había hecho con el móvil) me detalló  eso que  llamó la atención a Izagirre el día que llegó a Boquiñeni en bicicleta y le preguntó por el mejor lugar para darse un chapuzón y acampar. L. también iba en bicicleta y  no sólo le respondió, sino que le contó que durante los días duros del estado de alarma, sólo si tenías animales te dejaban salir hasta el huerto.  Y que logró engatusar a un gato vagabundo con unos "huesicos de pollo" que empezó a ponerle  en la puerta de casa. Y que el gato se convirtió así en su salvoconducto y lo llamó Covid. En su artículo, Izagirre  también da otros detalles que le contó L., como que en el pueblo vive un vasco "muy de la Reala" que "a veces viaja hasta Anoeta". El vasco muy de la Reala es M., al que mis yoes que dejaron de ser niños fueron incorporando a las historias de Boquiñeni. Todo el mundo le conocé allí, prácticamente todo el pueblo habrá participado en alguno de los viajes que ha ido organizando por toda España, está casado con una de mis primas (lo que más me impresionaba de crío es que allí todo eran 'parientes'), ha enseñado y difundido la historia del pueblo y, entre otras muchas cosas, escribió un libro sobre la recuperación de la barca de sirga que cruzaba el río hasta Pradilla (y la bicicleta con la que me he movido por ahí estos días por ahí es suya, por cierto).

   Para ya cargante, que ya ha quedado claro  que has estado en Boquiñeni, que estás cayendo en eso tan propio de periodistas de creerse que nada ha pasado o existido hasta que no lo cuentan. Vale, una cosa más: algún yo de futuro le contará alguna vez a N., que es ahora un bebé, una niña  que gatea y que intenta decir sus primeras palabras, que conocí la tierra de su abuela, que era la misma que la de mi abuela. Y también la mi madre y la de su madre.

(Ah, por cierto, Marcel: que para magdadenas como esa tuya tan famosa  que te devuelve momentos del pasado, las de la panadería Vergara. En Boquiñeni, donde la realidad, los recuerdos, y los recuerdos de los recuerdos se mueven al paso de las bicicletas).