domingo, 12 de agosto de 2012

Habrá un día en que todos...

                
A esta hora del domingo, que es la del vermú en Boquiñeni, preparo el equipaje para volver a la realidad y a las historias intrascendentes. Aún deben quedar en la barra del bar salmueras, banderillas, pulpitos ensartados por un palillo y hasta anchoas recién dispuestas sobre una tostada de pan. Me habré bebido ya uno, o dos, vermús con sifón. E. me habrá pasado, como de extranjis y envueltos en un papel, un par de monederos de los que sacan cada año con el nombre de Bar Joyosero y que este año son rojos. Los monederos de 2012 incluyen una leyenda que informa de que ese local, que primero fue ‘el bar de F’ (el mismo F. que hará bastantes años me dio a probar en su bodega un vino viejo que me servía en pequeñas copas a las que él también pegaba un sorbo cuando su mujer no miraba) arrastra “más de sesenta años” de historia. A C. le ha dado este año por repetir cada dos por tres que quiere jubilarse pronto. “Si tardas otros tres años en volver, igual ya no me encuentras aquí” me dice para ponerme los dientes largos. Seguro que a estas alturas, en una de la mesas del local, M. ya me ha vuelto a contar que una vez le habló de mí a Jaume Matas, aquel ministro de Medio Ambiente que también fue presidente de Baleares y que arrastra condenas por prevaricación, malversación, falsedad en documento mercantil y yo que sé  cuantas cosas más. Matas, cuando era ministro, se presentó una vez en Boquiñeni tras unas inundaciones y si es verdad que le hablaron de mí, pagaría por ver la cara que puso. Un año me hice una foto con algunos de los que participaron en la algarada que le montaron al ministro cuando se paseó por Boquiñeni. Conociéndole, a Jaume Matas, no puedo dejar de imaginar la escena. Pero dejemos al ex president, que es un personaje totalmente intrascendente en esta historia. Vuelvo la vista a otra de las mesas. Quizá L. y A. también han pasado esta mañana. Igual venían de Tudela o de algún pueblo en fiestas. Aunque suelen ir por otro de los bares de Boquiñeni, esta mañana habrán hecho por verme y se habrán dejado caer por aquí. Hay más gente que en un día de faena. Este domingo, en que yo me preparo para salir de mi propio sueño del verano, hay más mujeres de lo que es habitual en el bar. Y niños y niñas, que me recuerdan a cuando yo empecé a venir por Boquiñeni y que entran y salen a por helados o a por ‘chuches’ que ahora se venden en un aparador especial. ¿No están allí P. y J.? J. es uno de los de la General Motors , lo mismo que F., con quien hablo siempre que vengo por aquí y que ahora anda metido en el comité de empresa. J. fue hace años concejal y hasta diputado provincial y pronto me preguntará ‘dónde has dejado a S’ y empezará con el estribillo de El milagro de Lamberto, que es una especie de contraseña entre nosotros. No sé si el cuñado de J., que también se llama S., estará ya en la casa, donde está a punto de empezar una comida familiar. Un año me hizo un montaje con un programa de internet y le puso música, de Labordeta naturalmente, a una fotografías que había estado haciendo yo por ahí. I.M. habrá ido temprano a comprar ‘El País’ y en casa de Tía L. ya estarán terminando de comer. R. está a un lado de la barra. Y V también; de hecho sigue en la misma esquina que la noche anterior. Y mira, no ha terminado todavía el vermú y ya se empiezan a servir los primeros cafés. Menos mal que los platos, con la cucharillas y los azúcares, están preparados desde hace rato.

Me cuesta mucho pero tengo que salir. Recorro el lugar con la mirada y se mezclan en mi coctelera momentos, gestos, expresiones y rostros de otras veces que he estado por aquí. Ya no vendrá R, con quien nos pasábamos a tomar café después de la comida. Ni F., cuyo retrato preside el bar, y que ya no volverá a preguntar aquello de ‘¿Es que no tenís casa u qué?’ Me voy. Me voy con la música a otra parte. Aún me queda convertir este ‘blog’ y su contenido en una especie de mensaje dentro de una botella. Cuando atardezca me acercaré hasta la barca, pasaré frente a la escuela y las piscinas y me sentaré a mirar el río. Cuando nadie me vea cogeré la botella y la lanzaré al Ebro. Así es como imagino el destino de este Blogquiñeni, de este cuaderno del verano de 2012,  a partir de ahora. Como un mensaje que irá siempre de un lugar para otro a la espera de que alguien lo rescate.

Volveré. Solo o en compañía, volveré. E imaginaré que suena el Canto a la Libertad de José Antonio Labordeta. Y que, como dice su letra, “habrá un día en que todos, al levantar la vista, veremos una tierra que ponga libertad’. Porque la libertad existe. La llevamos dentro y nos sale siempre  al paso en el lugar más insospechado. Yo la he notado siempre muy cercana en Boquiñeni. Y allí nos reencontraremos.

(A mi madre, María Dolores Blasco Almau, que me une a todo lo que he intentado contar)


Palma, 12 de agosto de 2012

 
                

sábado, 11 de agosto de 2012

Las preguntas, mi abuelo, el carné de fiestas y un empeño


Nunca tengo dudas de que Nixon, el que fuera presidente de los Estados Unidos, dimitió un mes de agosto. Lo sé porque yo estaba en Boquiñeni y porque aún me veo recortando, otra vez yo con unas tijeras, la carta de dimisión que publicaba el periódico. Recorté la carta y la pegué en un cuaderno. Echo cuentas y debía tener 11 años. Qué hacía yo a los 11 años guardando la carta de dimisión de Nixon, es algo que se me escapa. Pero sí recuerdo ‘el momento’ de recortarla: sentado en la mesa del cuarto bajo de la casa de Tía C, la que estaba junto a la ventana y de la que se divisaba todo lo que pasaba en la calle. Quizá L seguía con sus patrones o ya estaba haciendo un curso de psicología por correspondencia. Los papeles de aquel curso (era, y aún lo soy, rematadamente curioso con cualquier papel cercano de mí) incluían dibujos de caras con diversos gestos; de alegría, de sorpresa, de miedo.
  Quizá era eso, algo parecido al miedo, lo que yo sentía cada vez que alguna mujer, de las que venían a casa a ver a mi abuela, de las que íbamos a ver o de las que nos encontrábamos por la calle, se me acercaba, bajaba la cabeza, me daba un beso, me cogía de los mofletes y me hacía una pregunta a la que sólo me apetecía responder huyendo: “¿Pero sabes que yo también soy tía?”. No fallaba, siempre una carantoña y la dichosa pregunta. Yo siempre respondía que sí; teníamos tanta familia que lo mejor era acabar lo antes posible e ir sobre seguro. Mi abuela tuvo tres hermanas y un hermano y bien podía ser cierto el parentesco. Igual fue aquel agosto de 1974, el mismo año (algunos meses después) en que murió ‘el yayo Pepe’, cuando se presentaron por sorpresa mi padre, mi madre y mi hermana P, a la que aprovecho para dar la bienvenida a mis recuerdos de Boquiñeni. Querían darnos una sorpresa y, un día que llamamos por teléfono, esa vez desde la  vecina la casa del herrero, noté que mi abuela empezaba a hablar en clave. Mi madre le debía estar diciendo que no nos contaran nada de que iban a venir, pero al final descubrí el secreto. Llegaron pocos días antes de San Bartolomé, el santo de mi padre. Lo sé  porque aquel día hubo una gran comida familiar en casa de Tía L. Mi padre llegó a recopilar decenas, decenas y decenas de ‘películas’ con escenas familiares, algunas las pasé a vídeo, cuando se murió, y otras siguen perdidas por ahí. Ya he contado que aunque mi abuela era la figura central de mis veranos en Boquiñeni, muchas de las imágenes no las habría podido retener sin la recopilación de papá. Qué curioso, pero mi padre, mi hermana M y yo mismo hemos grabado, en cine, vídeo o fotos y en épocas diferentes los mismos  recursos, las mismas esquinas y los mismos recuerdos; entre ellos la piedra que ha sobrevivido a todas las reformas de la casa de Tía C y que aún sigue en su puesto pese a que la vivienda sea ya otra.

¿Cómo explicar el significado de esa piedra sobre la que se han sentado varias generaciones a tomar la fresca o el sol, liarse cigarros, meditar o a ver pasar el tiempo? J.F., el hijo del herrero, me dijo hace unos años que me había visto sentado  en esa piedra y que había creído ver a mi abuelo, que también se sentaba allí para pensar en sus cosas. Y me hizo el hombre más feliz del mundo. ‘Eres igual que el Tío Pepe’, me decían siempre de pequeño. Entonces yo estaba más ‘gordico’ y aunque todavía conservo algunos rasgos de mi abuelo , creo que cada vez me parezco más a  mi padre. Saber quién fue exactamente yayo Pepe es algo que me obsesiona. Yo tenía once años cuando se murió pero se me escapa la mayor parte de su historia. Sólo se que era un hombre esencialmente bueno y que parecía tener la paciencia de un santo; creo que nunca le oí enfadado, lo más que hacía era musitar ‘cagüendiez’ y antes de entrar en un conflicto se retiraba discretamente de escena. Supongo que mi abuela siempre llevó la voz cantante en casa y creo, pero eso es una impresión mía que no he comprobado, que mi abuelo aceptaría a regañadientes dejar Boquiñeni para venirse a Palma. Yayo iba siempre con boina, también en Palma, y se desvivía cada vez que alguien del pueblo aparecía por ahí. B me suele recordar siempre en la barra del bar su viaje a Mallorca con la OJE y las atenciones que le dispensó mi abuelo. Era el embajador de cuantos venían a Palma, les esperaba en el aeropuerto, les decía lo que había que hacer en Mallorca y, a la mínima que podía, seguía escapándose a su pueblo. En Boquiñeni, cómo no, yayo también iba en bicicleta. Todo el mundo tenía, y tiene, bicicletas en Boquiñeni. Las de chico llevaban barra, las de chica no. Pero yo cogía indistintamente unas y otras. Lo importante era subir a la bicicleta, darle a los pedales y pasarte horas y horas hasta que te llamaban para comer o cenar: ‘Juanitooo’.

Comer y cenar era un trámite que tenías que pasar para seguir estando en la calle y nunca contabas las horas que quedaban para comer o cenar, sino los minutos que faltaban para volverte a ir. Además, en Boquiñeni, siempre estabas presto a que te hicieran un encargo porque cualquier encargo de los mayores llevaba aparejado coger la bicicleta para cumplirlo: ir a por una barra de pan, llevarle agua a algún tío que estaba en el campo, comprar algo en ‘lo de la B’, ir a por una caja de cerillas... O, en una época, ir a por la leche. Te daban en casa unas lecheras vacías y luego te las llenaban con leche recién ordeñada. De crío , escaparse a Luceni, el pueblo de al lado, eran ya palabras mayores. Estaba prohibidísimo, igual que bañarse en el río ‘porque hay remolinos que se llevan a la gente; además no es como el mar, que siempre sabes cuando tocas fondo’ (te decían) pero, poco a poco, ibas ganando más espacios de libertad y cualquier pequeño acto era una gran aventura, como saltar de un lado a otro de la acequia y contar ‘pareunas’ o descubrir un camino que comunicaba nuestra calle con la que va a la Mejana. Había que doblar, a la derecha, por la casa de la tia (con acento en la a) C, cruzar algunos riegos, casi de perfil, e ibas a parar por cerca de donde ahora está el consultorio médico. O ese es el recuerdo que tengo, que quizá ya no se corresponda con la realidad actual.

Este viaje sentimental se está acabando. Ha pasado una semana desde que volví de Boquiñeni y, con pocas ganas, ya tengo la mirada puesta en lo que me espera a partir del lunes. Pero aún haré un esfuerzo más. Aún me quedan un par de historias (un’ par mallorquín’, que no son necesariamente dos) que recordar. Como el lema aquel de ‘Boquiñeni acogedor’.
“Boquiñeni acogedor” fue el lema de unas  fiestas y lo tengo impreso en una camiseta. Yo conserve durante años (hasta que me robaron la cartera) un carné de la comisión de festejos de Boquiñeni. Aquel año fue el último que mi abuela estuvo en Boquiñeni. No sólo estuvo ‘la yaya’, sino también mi padre, mi madre y hasta mi hermana P , que también se llevó a su novio de entonces. Eran fiestas y ella se vistió de baturra y él de baturro. Con el ‘pañuelico’ y todo. Tengo la sensación de no haber parado un minuto en casa en aquellos días: las peñas, el baile, las comidas a cada momento, las ‘cervecicas’ y lo que se terciara. Haciendo fotos por todo y con mi carné de la comisión de festejos, que me había dado M nada más llegar. Ese carné era mi amuleto y lo llevaba a todas partes. Era mi particular banda de la Virgen del Pilar. Aquella que, según la jota, no quería ser francesa sino capitana de la tropa aragonesa.
El Pilar. También hay que hablar del Pilar. La generación de mi abuela, y también la de mi madre, entendía que no se podía ‘ir a Zaragoza’ sin pasar por el Pilar. “Quise visitar a solas a la Virgen del Pilar, y aunque lo hice a todas horas nunca lo puede lograr” es otra de esas coplas que se me quedaron grabadas de pequeño en la memoria y que recuerdo siempre que vuelvo aquí, como el pilar que hay que besar después de rezar a la Virgen o aquellas dos bombas de la guerra civil que se exhiben en el templo. Antes estaban acompañadas de una leyenda, suprimida tras la llegada de la democracia, en que se indicaba que habían sido arrojadas (obviamente por “los rojos”) contra El Pilar pero que no estallaron “gracias a la mediación de la Virgen”. Había tres formas posibles de llegar a Zaragoza: en tren, desde la estación vecina de Luceni; en coche (en el 4L de papá, las veces que también papá estaba en Boquiñeni o en el coche de ‘la B’ cuando iba buscar género para la tienda) o en el autobús de Agreda, que paraba cerca del la Puerta del Carmen. El autobús partía entonces de la plaza del Ayuntamiento y se detenía en varios municipios. Yo recuerdo su paso, bordeando el río, por Alcalá de Ebro, el lugar donde se sitúa la Ínsula Barataria de la que Don Quijote hizo gobernador a Sancho Panza. Hay una estatua de Sancho Panza en Alcalá de Ebro. Pero no hay ninguna referencia en Boquiñeni a que la antigua barca del Carladero, que la Asociación de Amigos de la Barca de Boquiñeni (Adabar) restauró hace unos años, pudo ser el marco “de la famosa aventura del barco encantado’ que relata Cervantes en el capítulo XXIX  de la segunda parte del Quijote, según las citas de dos viajeros ingleses del siglo XIX. Auguro que uniré esta posibilidad a mi Boquiñeni onírico y me dará ánimos para el encargo que nos hace Labordeta en Me dicen: coger el Ebro y otros ríos y aplacar con sus aguas tantos  estíos para hacer de esta tierra hermosa, dura y salvaje, un hogar y un paisaje. Empeño mi palabra y a Don Quijote pongo por testigo.

jueves, 9 de agosto de 2012

Los tomates

Bah, déjalo que se joda.
No lo olvidaré. ‘Bah, déjalo que se joda’, o algo muy parecido, fue lo que, refiriéndose a mí, le dijo una mujer a Tío S cuando le explicó que yo era su sobrino y que me gustaba coger tomates. Claro, para mí era la novedad, la distracción ocasional de aquella tarde de verano, la aventura de un chico de la ciudad. Era por la tarde, seguramente Tío S habría ido a dar un repaso a alguna ‘tablica’ tras una cogida anterior. Aquel tomate era ‘de pera’, del que  hay que agacharse, o sentarse, para recogerlo. La clave era esperar a que estuviera bien rojo, a diferencia de lo que pasaba con el que daban las tomateras que se atan con caña y que debía empezar a madurar para echarlo al pozal.
Familias enteras, entre ellas las de mis tíos y primos, se levantaban muy temprano para ir a las tomateras. ‘Sí, ya te llamaré cuando se vayan’, me decía siempre mi abuela la noche anterior. Nunca me llamaba a la primera salida, sino cuando regresaban para ‘almorzar’. Tuvo que pasar algún tiempo para aprender a despertarme yo mismo y cumplir con todo el ritual: la salida con el tractor para enganchar el remolque, cargar luego las cajas en el almacén y desviarse por algún camino que nos llevara al campo de las tomateras. Allí nos repartíamos por ‘palos’ (las hileras de cañas, si no me equivoco) y un pozal, que es como en Aragón llaman al cubo que en catalán es el poal, nos servía para ir dejando los tomates una vez separados suavemente de la tomatera para evitar arrancar el tallo.
Claro, yo me daba cuenta de que, sigilosamente, algún tío o algún primo volvían a andar el tramo que yo había andado antes para ir recuperando los tomates que  había dejado a mi paso. He escrito mis primos pero también mis primas iban a coger tomates. Hombres y mujeres se repartían igual el tajo y siempre había otras mujeres, como podían ser Tía C. y Tía L que, en las casas, lo tenían todo listo para ‘el almuerzo’ que servía para reponer fuerzas y marchar otra vez. Qué rico sabe el almuerzo después de trabajar. No es por ponerme pedante, que es una característica muy mía en ciertos momentos, pero nadie debería comerse un tomate sin saber de qué modo llega a su boca. La primera vez que mi sobrino V, uno de los hijos de M, estuvo en Boquiñeni le dijo todo contento: ‘Mamá, hemos traído melones... y gratis’. Mostraba así, con esa misma fascinación que yo también sentí en su momento, su sorpresa por el descubrimiento del mundo rural. Habrá que ver si con todo lo que está pasando ahí fuera (agotando las vacaciones, aún sigo bajo el síndrome de Boquiñeni y, al igual que Labordeta, voy poniendo sobre mi mesa todas las banderas rotas), algún día tendremos que volver a considerar ese modo de vida y de relación con la tierra. Al menos podré decir que, aunque poco, algo sé. Me he vuelto a ir por la ramas. Siempre me pasa lo mismo cuando agito la coctelera de Boquiñeni.
Estaba cogiendo tomates. Quizá de muy pequeñajo y en el ‘segundo turno’, cuando me calaba una gorra de marinerito con visera; o ,quizá, estuviéramos ya años adelante, cuando me costaba más levantarme. Seguramente, habríamos salido la noche anterior y me dieron un toque en la puerta para que me levantara: ‘que nos vamos’. Quizá aquel día también estaba M, eran finales de los ochenta o principios de los noventa. Igual, hasta estaba su hermano J. M y J se incorporaron algo más tarde a mi mundo paralelo de Boquiñeni. Quizá fuera ese día en que, junto a mi primo S, formamos el equipo principal y , por despiste o imprevisión, dejamos perder varias cajas en el camino de vuelta. Aún me lo recuerdan. Por aquellos tiempos, la noche anterior aguantábamos hasta una hora más que prudencial en el bar y yo iba incorporando, poco a poco, más nombres a mi bolsa de afectos. A R, que se casó con CH el mismo día que A se casó con su hermana L. O a M, que años después se casaría con la otra CH (ya he contado que los nombres se repiten como en Macondo) o a su hermano J. O a los de la General Motors.
Un año me enteré de que en un pueblo próximo a Boquiñeni, en Figueruelas, estaba la factoría de Opel. Los de la Opel, los del campo y ‘los visitantes’ coincidíamos en el bar por la noche y nos intercambiábamos historias. Yo me repetía mucho, aún lo hago. Pero al día siguiente, en las tomateras, parecíamos otros. Nos hubiéramos dicho lo que nos hubiéramos dicho en el bar, hubiésemos reído mucho o poco la noche anterior; en el campo íbamos a lo que había que ir: a coger los tomates. Como aquel dicho, ‘u semos, u no semos’ . Nuestra única licencia era que si nos cruzábamos al volcar sobre las cajas del remolque el contenido de los pozales, nos mirábamos, nos hacíamos un gesto cómplice o repetíamos algún comentario de la noche anterior. Yo supongo que a la gente de Palma le debe costar imaginarme recogiendo tomates. Y no perderé el tiempo en contarles anécdotas, frases o comentarios que sólo éramos capaces de entender quienes estábamos allí (¿Parará papá? Parará, Pachín, Otro tren padre, ¿comemos?) Ni tampoco les hablaré del esfuerzo añadido que suponía caminar por las tomateras cuando el suelo está mojado tras un riego reciente y la tierra húmeda se pegaba en la suela de las alpargatas hasta hacerles duplicar su peso.

Mi hermana me presta estos días recuerdos para este viaje. La mayoría son compartidos, aunque otros los había olvidado. Como el de las campanillas colgadas del techo, tras la puerta, que avisaba de la entrada de gente a la tienda con el letrero ‘Ultramarinos G’. Era uno de los sitios a los que íbamos mi abuela, M y yo, para llamar por teléfono a Palma y hablar con mi madre, mi padre y mi otra hermana. C., la dueña, era una mujer muy simpática que nos daba conversación y alguna galleta o caramelo mientras esperábamos a que nos pusieran ‘la conferencia’. Más pequeña, o al menos así la recordamos estos días, era la tienda de la Tía E, una mujer bajita y vestida de negro, que también nos obsequiaba nada más entrar. M recuerda una máquina con bolas de chiclé de color rojo. Yo, los salazones y, sobre todo, el bacalao que había en uno de los lados del mostrador, sobre un artilugio que servía para cortarlo. Quim y Cati, que trabajan conmigo en Palma, suelen ir a Miravet los veranos y que ya han pasado dos veces por Boquiñeni, no saben que, el otro día, aparcaron el coche justo al lado de donde estaba esa tienda. Mi recuerdo de esas tiendas son de los primeros viajes a Boquiñeni y ninguna de las dos existe ya. La que aguanta, diría yo que si no con el mismo letrero, sí con uno muy parecido, es ‘Novedades B’. Ahora se vende de todo, pero en aquella época era una especie de gran mercería en la que, además, podías comprar ropa. B, a la que (también) llamábamos tía, iba cada tanto a Zaragoza con un 4L, y reponía género. Sí, también ‘maripis’. Los de los ‘maripis’ es otro recuerdo de mi hermana: así es como llaman (o llamaban) en Boquiñeni a las zapatillas de cordones. Para entendernos, las deportivas o bambas. Explicar por qué a esas zapatillas se las llama ‘maripis’ sería tan complicado como si yo tuviera que explicar que, en Mallorca, llamamos ‘patos’ a los zapatos de buceo.

Se me ha vuelto a hacer tarde. Estoy pensando que, como aún me veo en Boquiñeni, me acercaré hasta la plaza, que está aquí al lado, recto y a la derecha según sales de ‘Novedades B’, y me pararé ante el solar que ocupó el Casino Agrícola de mi abuelo. Subiré las escaleras inexistentes de un edificio inexistente y pegaré la oreja por si aún se oyen voces hablando de cómo ha ido hoy la cosecha o a cómo va el kilo de tomate ‘Regresaré a la casa’, que diría Labordeta (sí, otra vez él) y abriré las ventanas ‘pa’ que la limpie el aire.

miércoles, 8 de agosto de 2012

Palabras y gestos

Recoñaimundolastijerastrái.
No es una palabra de otro idioma. Es lo que creí entender a Tía C hace muchos años cuando se dio cuenta de que yo había cogido unas tijeras de algún aparador de  la casa. Era un crío  y Tía C se alarmó. Habitualmente, en mis primeros viajes a Boquiñeni, era mi abuela la encargada de vigilar y llamarme la atención. Pero aquel día no debía estar. Y fue Tía C la que acudió al rescate con esa  frase que dijo toda seguida, de manera muy acelerada y que yo he retenido como una  única palabra muy larga que parece de otro idioma. Debió asustarse, por eso dijo ‘recoñaimundo’ o algo así y luego me pidió que le devolviera las tijeras; supongo que para que no me hiciera  ‘ningún  mal’.
No se si eran unas tijeras de cocina o alguna de las que utilizaba L para sus patrones. L era muy callada (lo sigue siendo) y aquel verano se pasaba los días recortando unos papeles que, como por arte de magia, luego se convertían en faldas y blusas. Eran papeles de calco sobre los que marcaba líneas que luego resaltaba con una tiza de color azul. Después, cogía tela, la cosía a los papeles  y, para cuando yo volvía a darme cuenta, ya eran ‘vestidos’ que le estaba probando a alguien. Posiblemente todo fuera más lento de cómo lo estoy contando, pero es que una de las características del Boquiñeni que recuento es que el tiempo pasaba de otra manera: los horarios eran diferentes y nada de lo que pasaba allí tenía que ver con el día a día de una ciudad como Palma. Mi hermana M. me contaba hace poco del corral que compartían las casas de Tía C y Tía L. Se acordaba de que iba a buscar los huevos que habían puesto las gallinas y se acordaba de la oca, que estiraba el cuello y nos perseguía (o encorría), por todo el corral. Imaginad los cambios que todo eso suponía para alguien que venía de la ciudad. Era llegar allí y entrar en una dimensión desconocida. Nada más entrar en casa de Tía C. y mientras mi abuela daba el parte de lo que había pasado desde la última visita, nos íbamos a la cochera en la que esperaban las bicicletas; nos agenciábamos alguna, y a la calle. ‘Sólo hasta la esquina, no vayáis solos al Alto Don Diego, cuidad por los caminos’. No habían terminado las advertencias y ya estábamos pedaleando. Así una vez y otra vez. Era llegar y conquistar la calle.

Soy incapaz de recordar mi primer viaje a Boquiñeni ni los años que tenía. Debía ser muy pequeño, quizá del primer viaje es esa fotografía que estoy mirando ahora y en la que me veo totalmente vestido de domingo, o de fiesta mayor. Apenas llego a la verja de una ventana pero voy con unos zapatos negros que parecen de charol, unos pantalones que se me pegan a las piernas (y que hacen fijarse aún más en los zapatos), una camisa blanca con corbata (las corbatas ya venían con el nudo hecho y se ataban con una goma) y hasta un pañuelo que sobresale del bolsillo de la chaqueta. Vamos, que iba hecho un ‘pimpollo’ el día de la foto. O en ese viaje, si es que no fue el primero, o en otro anterior, me puse enfermo. Respiraba mal, estuve en la  clínica de la Facultad de Medicina de Zaragoza  (allí teníamos, off course, un pariente médico que luego se haría muy famoso con la historia del aceite de colza) y recomendaron a mi familia un clima como el de Jaca. De Jaca sólo recuerdo un parque por el que paseaban soldados y monjes y a un guardia que tenía muy mal humor. Supongo que por eso me protegía y controlaba tanto mi abuela cuando estábamos en Boquiñeni. Se sentía responsable de mi salud.
He empezado hablando de Tía C., que en realidad era una de las muchas sobrinas de ‘la yaya’, y de la manera en la que pasábamos las horas desde que nos levantábamos hasta que nos acostábamos. Durante algún tiempo fue una de las pocas casas de su calle con televisor y, a partir de determinada hora, el ‘cuarto bajo’ de la casa se llenaba de gente que venía a ver la tele. Había poco para elegir. Veíamos lo que daban por la Primera Cadena (faltaban muchos años para la llegada de los canales privados y las tdts) hasta que sonaba el himno nacional y daban la despedida y cierre. Entonces se encendía la luz (la tele se miraba con la luz apagada) y los vecinos y las vecinas se despedían hasta el día siguiente. El Tío J ocupaba el centro del sofá principal. Antes de cenar se había cambiado la ropa del campo y hacía comentarios en voz alta cuando algo le llamaba la atención. Tío J. siempre se sentaba en el mismo lugar, incluso cuando no había nadie más, y era un experto en darle a la pala de matar moscas. La tenía siempre sobre la mesa bajo la que se guardaban las revistas, o en la mano: mosca que se acercaba, plash, y a otra cosa. Ese ‘cuarto bajo’, que no existía las primeras veces que iba por Boquiñeni, era el de la estantería con los libros. Yo siempre me fijaba mucho (aún lo hago) en los libros que se guardan en las casas. A aquella casa, con la puerta siempre abierta, igual que las demás (todas las casas de Boquiñeni tenían antes de la puerta un toldo que protegía la madera del sol y un agujero por el que se introducía un cordón atado al picaporte interior para poder abrirla desde fuera) y que luego se reformó totalmente, se accedía a través de un patio empedrado y con paredes de las que colgaban enseres de labranza. Durante algún tiempo, también había una cuadra y un caballo, ‘el macho’. Un caballo, un perro,  Sigi o así, y muchos gatos que se movían  a sus anchas por uno de los cuartos de arriba, una cocina que también hacía de comedor y coronada con   un  hogar tradicional aragonés, de esos que tanto servían para calantarse a la lumbre como para cocinar.  Allí dominaba el color verde. Verde eran las ventanas, los bancos del hogar,que se llaman   cadieras si no me equivoco, y verdes eran también las puertas  de los dos armarios empotrados. En el más pequeño se guardaba el chocolate. Mi primo P.J era un experto en coger el chocolate de aquel armario. Igual que era un experto en dar un salto desde el suelo y colgarse a la viga que cruzaba de lado a lado el techo de sala de la tele, la sala  de la mesa en la que cosía L y la que, por la noche, reunía a quienes se pasaban a ver la televisión. Comíamos en la cocina de las puertas verdes, que era donde se hacía el día a día, sobre todo cuando aún vivía la Abuela I, una de las tres hermanas de mi abuela. Llegué a conocer a dos: I y A. Las dos vestían siempre de negro, de luto riguroso, supongo que desde la muerte de sus maridos hasta  su propia muerte. Labordeta, que en este viaje, me está ayudando a hilvanar todo lo que intento contar,  con el mismo esmero que ponía L a sus patrones, tiene descrita en una de sus canciones, ‘La vieja’, a las mujeres de la generación de la Abuela I : “Siempre te recuerdo, vieja/ sentada frente al hogar/ acariciando la lumbre/ la cadiera y el pozal”.



sábado, 4 de agosto de 2012

Boquiñeni revisitado (El cuaderno de 2012)




Boquiñeni, bien. Como siempre. O regular, gracias a Dios, que es como tituló Labordeta el último libro que publicó antes de morirse y que me sirve para hilvanar recuerdos. Él escribe dios con minúscula, pero a mí se me hace raro. Pido perdón por no respetar su voluntad y me pongo en marcha, que el camino merece la pena.

Más allá de sus lindes geográficas (Luceni, Pedrola, Gallur y Pradilla), Boquiñeni es, por encima de todo, un espacio inventado, un espacio imaginario e imaginado, la magdalena de Proust, el sabor de un tiempo oculto en la memoria que se resiste a desaparecer y que, en ocasiones, provoca una sacudida interior que lleva a rebuscar en el tiempo perdido. Boquiñeni fue primero un lugar de vacaciones. Un mes, o así, de las vacaciones escolares pasaban en Boquiñeni. Casi nadie puede entenderlo, posiblemente sólo mi hermana M. Ella, como yo, aún recuerda olores y sabores, expresiones, lugares, momentos y hasta dictados de texto. Como el de “Daba vértigo, asomarse a aquel abismo” que, se supone, era una prueba para distinguir las uves de las bes. Al volver a Boquiñeni te das cuentas que existen dos Boquiñenis, el real y el inventado, el que uno siempre se empeña en buscar y el que ha ido creciendo y decreciendo con el paso del tiempo.

Cada vez que vuelvo a Boquiñeni (Antonio Gala escribió una vez con mucho acierto que al campo no había que ir, sino volver) busco señales del más allá. De forma desordenada, sin orden ni concierto y agitándolas todas en una coctelera imposible de recuerdos. Todo se agita y vas mezclando momentos de épocas diferentes. Y hasta es posible que aquel maestro de los dictados se llamara don José (así se llamaba) como don José es el maestro de la canción de Labordeta, ‘A veces me pregunto que hago yo aquí’. Al principio, hace años, cuando mis primeros viajes a Boquiñeni, ni idea de quien era Labordeta pero luego quedó incorporado a mi universo y a esa seña identitaria que me he ido construyendo más allá de mi lugar de nacimiento. Y si me ‘caliento’ (que es como llaman en Aragón al hecho de entonarse o emborracharse) pues me pongo a tararear las canciones de Labordeta. También en el bar Joyosero, pase lo que pase al otro lado del mundo. Cuando llega ese momento, y (casi) me pongo a llorar con la ‘Albada’ o me crezco con el Canto a la libertad’ sólo queda decir “echanos’ (acentuando y alargando el ‘nos’), que no es pedir que nos saquen del bar, sino que C. te ponga la penúltima cerveza. En algunos sitios, la penúltima es ‘la espuela’, en otros ‘el arreíco’. En Boquiñeni, es ‘el arranque’.



Ahora ya no es igual pero, al principio, llegar a Boquiñeni desde Palma equivalía a una aventura (la primera del veraneo) con muchas escalas. Primero, llegar a Barcelona en un barco. Después coger un tren del que nos apeábamos en Zaragoza. En los trenes se fumaba; recuerdo a hombres liando cigarrillos (ahora se vuelven a liar cigarrillos, pero esa es otra historia) y también tengo impregnado el momento ese en alguien de la familia (supongo que mi abuela, que para eso era muy suya) sacaba pan con algo. Generalmente había un bocadillo de tortilla, como en las excursiones, y tenía un gusto especial. Como tenía también un sabor especial, la cocacola, que cuando no está fría es dulce, muy dulce. Boquiñeni ni tenía ni tiene (ni tendrá) estación y, por eso, de Zaragoza había que coger otro tren, al que llamaban Ferrobús y que llegaba hasta Logroño. Nos apeábamos en Luceni y ahí se producía el primer encuentro con “los parientes”.

Agito la coctelera y abro cajas que contienen otras más pequeñas como si fueran muñequitas rusas. Porque Boquiñeni, era también el universo ‘del viaje’. Y mi abuelo y mi abuela, y la casa donde nació mi madre y que ahora sueño con rehabilitar para que no se caiga. El otro día entré a esa casa, la última vez no me había atrevido. La recuerdo tan bien, era una casa con graneros y que estaba llena de secretos. O eso es lo que me parecía a mí de pequeño, cuando aún vivíamos allí. Había armarios con papeles y cartas. Cartas de ida y vuelta. A veces el remite era de Palma y otras de Boquiñeni. O de Tarragona. O de San Sebastián. O de Madrid Mi abuela de Boquiñeni tuvo tres hermanas y un hermano. Allí todo eran tíos y tías. Incluso a quienes no tenían parentesco alguno, o muy lejano, les llamábamos tíos y tías. Ahora, uno de mis primeros embajadores en Boquiñeni es mi primo S. Creo que tiene mucho en común conmigo. Hablamos poco, lo justo, pero nos entendemos y, al igual que en otra de esas letras de un poeta aragonés, Manuel Pinillos, que tengo oídas por ahí, pues ‘vamos tirando’.



Vuelvo a donde me había quedado. En la estación de Luceni, bajando del Ferrobús y arrastrando maletas como si fuéramos Los Alcántara de la televisión. Las primeras veces venían a recogernos a la estación en un tractor que tiraba de un remolque, y ese era el primer contacto con la nueva realidad.

Boquiñeni vivía del campo, en aquella época se cogía mucho tomate. Hubo un año de crisis, con la gente muy enfadada porque pagaban muy mal y creo recordar (o igual lo imaginé así y lo he incorporado a mi almario) que se decidió montar una cooperativa que comercializaría directamente el tomate, o lo que fuera, sin pasar por los intermediarios. Lo de intermediarios lo supe luego. En aquellos años el sitio donde se llevaban los tomates, y también las peras, era “el almacén”. Algún verano fuimos “a trabajar” unos días al almacén que, naturalmente, también era de una familia de la que éramos parientes. Llegaban los tomates del campo y había que seleccionarlos, separar los que estaban muy rojos, de los que estaban verdes y de los que empezaban a clarear por el lado opuesto al tallo con el que se enganchaban a la tomatera.



Ahora escribo desde Palma. No se si, al final, me decidiré a compartir estos recuerdos por las redes sociales. Lo que es seguro que si ahora pudiera asomarme a lo que está pasando en Boquiñeni habría muy poca gente en la calle. Antes de que abrieran las piscinas (y aún, desde que se inauguraron las piscinas), en Boquiñeni la hora de la siesta es sagrada. A mí, de pequeño, no me gustaba dormir la siesta. Yo recuerdo el calor que sentía a esas horas si me tenía que meter en la cama. El tiempo pasaba muy despacio y no se oía nada. Los despertares, por la mañana, eran otra cosa. Se oían ruidos de motores (de tractores que iban o venían del campo) y también el de una herrería. El herrero solía utilizar un soplete del que salían chispas de colores que yo miraba como a los fuegos artificiales. Otro sonido característico era el del paso de las ovejas por las calles del pueblo. Después de la siesta había que merendar ya que se comía mucho antes que en la ciudad. Pero a mí lo que más me atraía era “el almuerzo”. Mis tíos, que eran agricultores, se levantaban muy temprano para ir al campo y antes de terminar la faena de la mañana regresaban a la casa y almorzaban. Siempre había un huevo frito en “el almuerzo” y eso para mí era mágico. Tío S., que es un personaje fundamental de mi universo, bebía vino en porrón, trabajaba mucho, “de sol a sol” apuntó alguna vez mi abuela, era muy alto (me lo parecía) y caminaba con un andar muy característico con un “ajau” (la azada) al hombro. A veces había que atar tomateras, otras “estallarlas” o algo así y además de ir a “coger tomates”, que era algo a lo que me apuntaba, también había que “entrecavarlos”. Pues sí, también Labordeta tiene una canción que me impide olvidar esa expresión: entrecavar tomates. Es ‘El milagro de Lamberto’, que fue anti-imperio romano y relata como el tal Lamberto andó (Labordeta explicó una vez que escribió andó y no anduvo para que rimara) unas cuantas leguas con la cabeza en la mano. Un centurión llamó la atención a Lamberto que le dijo que iba a entrecavar tomates, a sembrar, trigo y cebada. El centurión “indignado con este marxicristiano, le dio un tajo en la cabeza y se la puso en la mano’.

Ay la política, en Boquiñeni no hablábamos mucho de política. Mi rama aragonesa es de derechas (la otra también) pero yo siempre he ido a lo mío y en uno de mis viajes me dio por pasearme con un jersey de esos que hizo el PSOE con el lema ‘por el cambio’ y allí me fui enterando de historias. Mi abuela, eso lo recuerdo bien, hablaba de “la guerra” sin precisar de qué guerra pero estaba claro que se estaba refiriendo  a la guerra civil, a la del 36. Hoy todo eso está superando, aquella época ha quedado muy atrás pero la política aún no es el centro de las conversaciones salvo excepciones contadas. Yo mismo me he metido en un paréntesis en el viaje de este año. He limitado mi presencia en Zaragoza a una visita a la Virgen del Pilar, que era algo obligado en mis viajes infantiles, y a mirar los tranvías que han empezado a circular por algunas calles.

Hasta ahora no había hablado de mi padre, que era de Mallorca, como lo soy yo. Aparentemente mi padre tenía un papel secundario en las historias de Boquí, donde mi abuela, a la que llamábamos “la yaya” ocupaba todo el protagonismo. Bueno, eso es lo que pensaba entonces. Ahora tengo que reconocer que mi padre también tiene mucho que ver en la mitificación de Boquiñeni. Es que lo filmaba todo con un ‘tomavistas’. Muchas imágenes de mi universo rural no las hubiera podido retener sin haberlas visto proyectadas sobre la pared o sobre una pantalla que montaban en la casa de Palma cuando venía alguien “del pueblo” o cuando nos aburríamos algún domingo (o quizá fuera martes, que era el día libre de mi padre) y nos veíamos a nosotros mismos en “el cine”. Mi padre filmó una vez la fiesta del 18 de julio en Boquiñeni, cuando el alcalde, el jefe local del Movimiento o quien fuera, colgaba unas coronas de flores en la Cruz de los Caídos de una iglesia que ya no existe y todos cantaban el Cara al Sol. Son como imágenes del Nodo que daban en los cines. Recuerdo haber ido algún domingo al cine en Boquiñeni. Supongo que a ver “una de romanos”, como en la canción de Sabina, pero no podría jurarlo. Igual vi la peli de romanos en otro cine y lo identifico con ese. Y recuerdo la vieja iglesia, que ya no existe, y a un monaguillo de cartón piedra (o de piedra, no sé) y también que las mujeres se sentaban a un lado y los hombres al otro. No sabría en que año, pero alguno estuve para las fiestas del Santo Cristo. Sacaban al Cristo en procesión y lo llevaban por las calles como en tantos y tantos municipios de la España del nacional-catolicismo. Mi hermana M estuvo este año en las fiestas de mayo, las del Santo Cristo, a las que yo tengo que regresar alguna vez.

En la década que se cumplen veinte años –en “los ochenta”, otra coordenada de mi mundo onírico-, decidí que iba a pasar unas Navidades en Boquiñeni. Hacía bastantes años que no iba y puse mi mirada en otros detalles que, de pequeño, me habían pasado más desapercibidos. Igual que yo, todos los demás personajes de mi universo habían crecido. Muchas cosas habían cambiado cuando regresé a Boquiñeni en los ochenta. Supongo que me debía estar aproximando, si es que no la tenía, a la edad de mi padre cuando viajó a Boquiñeni y empezó a filmar todo lo que veía. Quizá fue a raíz de ese viaje cuando, además de recordar, decidí integrarme de alguna manera en ese universo. De esa época, de los ochenta –solo y, cómo no, buscando el tiempo perdido- son mis noches de Boquiñeni: una orquesta tocando en Nochevieja en ‘el baile” y nuevos nombres (dejadme que no ponga nombres o sólo de iniciales en este cuaderno) que incorporar a mi coctelera. Todo cabe en esa coctelera, ya lo he contado antes, desde juegos infantiles (“Buenos días padre, buenos días hijos, de dónde venís, de Valladolid, ¿qué oficio traís?.”.. y luego había que escenificar el oficio) a un pregonero que paraba su bicicleta, tocaba su trompetilla y leía un bando. O un grupo de ‘críos’, entre ellos yo, haciendo soplar una caña junto a unas telarañas hasta que acudía presta una araña que pensaba que había caído una mosca. O un desfile, también con cañas, junto a Ch., I.M., M.D. y M. F. O el juego del pañuelo. O los amores platónicos de un sitio que llamaban ‘el centro’. O la máquina de discos de ‘la pastelería’, que es donde comprábamos unos polos caseros envueltos en papel, que eran buenísimos pero se derretían muy fácil y mientras te los comías, camino de casa en la bici, te ponías ‘perdido’, es decir que te manchabas todo’. O unas fiestas de octubre que fueron como un akelarre.

Qué cruce de recuerdos tras haber pasado unos días en Boquiñeni y añadirlos a los anteriores. Cuántos nombres de épocas diferentes, de algunos que ya no están y de otros con quienes me encuentro y habló. En mi familia, igual que en el mundo de Macondo, los nombres iban a pares. Había dos Ch., la mayor y la pequeña; dos S, un J. y un P.J. Y luego, más adelante, llegarían los dos M, cuando ya nos hacíamos todos más mayores. Ellos son los que dan continuidad a mis recuerdos y añaden nuevas historias y más nombres (P., J., D., F, R., B. R, M.L, N., C. L, E, S....) que se mezclan con los anteriores y me permiten avanzar en este viaje hasta completar un universo del que también hablo en Palma.



Amigos y amigas de este otro lado, ya se han pasado por Boquiñeni. Han cruzado la barca, quizá el barco fantasma que cita Cervantes en el capítulo XXIX de la segunda parte del Quijote (según la crónica del viajero inglés que recoge José Luis Almau en su libro ‘Boquiñeni en la historia’, Ediciones V.J., 2012), y ya saben de lo que estoy hablando. De que Boquiñeni, más allá de un pueblo de la ribera alta del Ebro, nacido del asentamiento en la zona de un tal Buccinius y que más adelante se puso bajo la dependencia de la orden del Temple, es un estado del alma y un refugio interior al que se  accede con llaves secretas que se reparten en ocasiones muy contadas.

Voy acabando. Y lo haré hablando de más libros, de viejos libros que me fui trayendo de ‘mi casa’ de Boquiñeni. Descubrirlos y leerlos es otro de mis recuerdos. Mamá, de pequeña, forraba todos sus libros con un papel que ya se había vuelto amarillo. Con una letra impecable, de esas que se enseñaban antes en colegios, copiaba el título y autores y luego ponía su nombre. Eran los libros de la colección Araluce y también había libros escolares, esas enciclopedias donde cabía todo, y que siempre acababan con el final de la Cruzada, Franco y el Día de la Victoria.
Llevo toda la tarde escribiendo, quien sabe si algún día estos recuerdos serán algo más. No puedo  asegurarlo. Por lo pronto, y mientras me preparo para asomar la cabeza y mirar lo mal que parece ir todo fuera de este remanso, acabo con otro Labordeta, con Miguel:

“Escucha joven poeta inadvertido/ escribe para todos/ es decir, para nadie/ no lo olvides/ del pueblo vienes/ y el pueblo es tu raíz/ en consecuencia/ no hagas ningún caso del pueblo/ vuelve sagrado cuanto toques natural/ cuanto toques sagrado/ vuélvelo natural /es decir, haz lo que te de la  gana”.

Pues eso, hasta más ver.
Soy Juan, el hijo de la Lola, el nieto de tío Pepe y tía Pilar