Boquiñeni, bien. Como siempre. O regular, gracias a Dios, que es como tituló Labordeta el último libro que publicó antes de morirse y que me sirve para hilvanar recuerdos. Él escribe dios con minúscula, pero a mí se me hace raro. Pido perdón por no respetar su voluntad y me pongo en marcha, que el camino merece la pena.
Más allá de sus lindes geográficas (Luceni, Pedrola, Gallur y Pradilla), Boquiñeni es, por encima de todo, un espacio inventado, un espacio imaginario e imaginado, la magdalena de Proust, el sabor de un tiempo oculto en la memoria que se resiste a desaparecer y que, en ocasiones, provoca una sacudida interior que lleva a rebuscar en el tiempo perdido. Boquiñeni fue primero un lugar de vacaciones. Un mes, o así, de las vacaciones escolares pasaban en Boquiñeni. Casi nadie puede entenderlo, posiblemente sólo mi hermana M. Ella, como yo, aún recuerda olores y sabores, expresiones, lugares, momentos y hasta dictados de texto. Como el de “Daba vértigo, asomarse a aquel abismo” que, se supone, era una prueba para distinguir las uves de las bes. Al volver a Boquiñeni te das cuentas que existen dos Boquiñenis, el real y el inventado, el que uno siempre se empeña en buscar y el que ha ido creciendo y decreciendo con el paso del tiempo.
Cada vez que vuelvo a Boquiñeni (Antonio Gala escribió una vez con mucho acierto que al campo no había que ir, sino volver) busco señales del más allá. De forma desordenada, sin orden ni concierto y agitándolas todas en una coctelera imposible de recuerdos. Todo se agita y vas mezclando momentos de épocas diferentes. Y hasta es posible que aquel maestro de los dictados se llamara don José (así se llamaba) como don José es el maestro de la canción de Labordeta, ‘A veces me pregunto que hago yo aquí’. Al principio, hace años, cuando mis primeros viajes a Boquiñeni, ni idea de quien era Labordeta pero luego quedó incorporado a mi universo y a esa seña identitaria que me he ido construyendo más allá de mi lugar de nacimiento. Y si me ‘caliento’ (que es como llaman en Aragón al hecho de entonarse o emborracharse) pues me pongo a tararear las canciones de Labordeta. También en el bar Joyosero, pase lo que pase al otro lado del mundo. Cuando llega ese momento, y (casi) me pongo a llorar con la ‘Albada’ o me crezco con el Canto a la libertad’ sólo queda decir “echanos’ (acentuando y alargando el ‘nos’), que no es pedir que nos saquen del bar, sino que C. te ponga la penúltima cerveza. En algunos sitios, la penúltima es ‘la espuela’, en otros ‘el arreíco’. En Boquiñeni, es ‘el arranque’.
Ahora ya no es igual pero, al principio, llegar a Boquiñeni desde Palma equivalía a una aventura (la primera del veraneo) con muchas escalas. Primero, llegar a Barcelona en un barco. Después coger un tren del que nos apeábamos en Zaragoza. En los trenes se fumaba; recuerdo a hombres liando cigarrillos (ahora se vuelven a liar cigarrillos, pero esa es otra historia) y también tengo impregnado el momento ese en alguien de la familia (supongo que mi abuela, que para eso era muy suya) sacaba pan con algo. Generalmente había un bocadillo de tortilla, como en las excursiones, y tenía un gusto especial. Como tenía también un sabor especial, la cocacola, que cuando no está fría es dulce, muy dulce. Boquiñeni ni tenía ni tiene (ni tendrá) estación y, por eso, de Zaragoza había que coger otro tren, al que llamaban Ferrobús y que llegaba hasta Logroño. Nos apeábamos en Luceni y ahí se producía el primer encuentro con “los parientes”.
Agito la coctelera y abro cajas que contienen otras más pequeñas como si fueran muñequitas rusas. Porque Boquiñeni, era también el universo ‘del viaje’. Y mi abuelo y mi abuela, y la casa donde nació mi madre y que ahora sueño con rehabilitar para que no se caiga. El otro día entré a esa casa, la última vez no me había atrevido. La recuerdo tan bien, era una casa con graneros y que estaba llena de secretos. O eso es lo que me parecía a mí de pequeño, cuando aún vivíamos allí. Había armarios con papeles y cartas. Cartas de ida y vuelta. A veces el remite era de Palma y otras de Boquiñeni. O de Tarragona. O de San Sebastián. O de Madrid Mi abuela de Boquiñeni tuvo tres hermanas y un hermano. Allí todo eran tíos y tías. Incluso a quienes no tenían parentesco alguno, o muy lejano, les llamábamos tíos y tías. Ahora, uno de mis primeros embajadores en Boquiñeni es mi primo S. Creo que tiene mucho en común conmigo. Hablamos poco, lo justo, pero nos entendemos y, al igual que en otra de esas letras de un poeta aragonés, Manuel Pinillos, que tengo oídas por ahí, pues ‘vamos tirando’.
Vuelvo a donde me había quedado. En la estación de Luceni, bajando del Ferrobús y arrastrando maletas como si fuéramos Los Alcántara de la televisión. Las primeras veces venían a recogernos a la estación en un tractor que tiraba de un remolque, y ese era el primer contacto con la nueva realidad.
Boquiñeni vivía del campo, en aquella época se cogía mucho tomate. Hubo un año de crisis, con la gente muy enfadada porque pagaban muy mal y creo recordar (o igual lo imaginé así y lo he incorporado a mi almario) que se decidió montar una cooperativa que comercializaría directamente el tomate, o lo que fuera, sin pasar por los intermediarios. Lo de intermediarios lo supe luego. En aquellos años el sitio donde se llevaban los tomates, y también las peras, era “el almacén”. Algún verano fuimos “a trabajar” unos días al almacén que, naturalmente, también era de una familia de la que éramos parientes. Llegaban los tomates del campo y había que seleccionarlos, separar los que estaban muy rojos, de los que estaban verdes y de los que empezaban a clarear por el lado opuesto al tallo con el que se enganchaban a la tomatera.
Ahora escribo desde Palma. No se si, al final, me decidiré a compartir estos recuerdos por las redes sociales. Lo que es seguro que si ahora pudiera asomarme a lo que está pasando en Boquiñeni habría muy poca gente en la calle. Antes de que abrieran las piscinas (y aún, desde que se inauguraron las piscinas), en Boquiñeni la hora de la siesta es sagrada. A mí, de pequeño, no me gustaba dormir la siesta. Yo recuerdo el calor que sentía a esas horas si me tenía que meter en la cama. El tiempo pasaba muy despacio y no se oía nada. Los despertares, por la mañana, eran otra cosa. Se oían ruidos de motores (de tractores que iban o venían del campo) y también el de una herrería. El herrero solía utilizar un soplete del que salían chispas de colores que yo miraba como a los fuegos artificiales. Otro sonido característico era el del paso de las ovejas por las calles del pueblo. Después de la siesta había que merendar ya que se comía mucho antes que en la ciudad. Pero a mí lo que más me atraía era “el almuerzo”. Mis tíos, que eran agricultores, se levantaban muy temprano para ir al campo y antes de terminar la faena de la mañana regresaban a la casa y almorzaban. Siempre había un huevo frito en “el almuerzo” y eso para mí era mágico. Tío S., que es un personaje fundamental de mi universo, bebía vino en porrón, trabajaba mucho, “de sol a sol” apuntó alguna vez mi abuela, era muy alto (me lo parecía) y caminaba con un andar muy característico con un “ajau” (la azada) al hombro. A veces había que atar tomateras, otras “estallarlas” o algo así y además de ir a “coger tomates”, que era algo a lo que me apuntaba, también había que “entrecavarlos”. Pues sí, también Labordeta tiene una canción que me impide olvidar esa expresión: entrecavar tomates. Es ‘El milagro de Lamberto’, que fue anti-imperio romano y relata como el tal Lamberto andó (Labordeta explicó una vez que escribió andó y no anduvo para que rimara) unas cuantas leguas con la cabeza en la mano. Un centurión llamó la atención a Lamberto que le dijo que iba a entrecavar tomates, a sembrar, trigo y cebada. El centurión “indignado con este marxicristiano, le dio un tajo en la cabeza y se la puso en la mano’.
Ay la política, en Boquiñeni no hablábamos mucho de política. Mi rama aragonesa es de derechas (la otra también) pero yo siempre he ido a lo mío y en uno de mis viajes me dio por pasearme con un jersey de esos que hizo el PSOE con el lema ‘por el cambio’ y allí me fui enterando de historias. Mi abuela, eso lo recuerdo bien, hablaba de “la guerra” sin precisar de qué guerra pero estaba claro que se estaba refiriendo a la guerra civil, a la del 36. Hoy todo eso está superando, aquella época ha quedado muy atrás pero la política aún no es el centro de las conversaciones salvo excepciones contadas. Yo mismo me he metido en un paréntesis en el viaje de este año. He limitado mi presencia en Zaragoza a una visita a la Virgen del Pilar, que era algo obligado en mis viajes infantiles, y a mirar los tranvías que han empezado a circular por algunas calles.
Hasta ahora no había hablado de mi padre, que era de Mallorca, como lo soy yo. Aparentemente mi padre tenía un papel secundario en las historias de Boquí, donde mi abuela, a la que llamábamos “la yaya” ocupaba todo el protagonismo. Bueno, eso es lo que pensaba entonces. Ahora tengo que reconocer que mi padre también tiene mucho que ver en la mitificación de Boquiñeni. Es que lo filmaba todo con un ‘tomavistas’. Muchas imágenes de mi universo rural no las hubiera podido retener sin haberlas visto proyectadas sobre la pared o sobre una pantalla que montaban en la casa de Palma cuando venía alguien “del pueblo” o cuando nos aburríamos algún domingo (o quizá fuera martes, que era el día libre de mi padre) y nos veíamos a nosotros mismos en “el cine”. Mi padre filmó una vez la fiesta del 18 de julio en Boquiñeni, cuando el alcalde, el jefe local del Movimiento o quien fuera, colgaba unas coronas de flores en la Cruz de los Caídos de una iglesia que ya no existe y todos cantaban el Cara al Sol. Son como imágenes del Nodo que daban en los cines. Recuerdo haber ido algún domingo al cine en Boquiñeni. Supongo que a ver “una de romanos”, como en la canción de Sabina, pero no podría jurarlo. Igual vi la peli de romanos en otro cine y lo identifico con ese. Y recuerdo la vieja iglesia, que ya no existe, y a un monaguillo de cartón piedra (o de piedra, no sé) y también que las mujeres se sentaban a un lado y los hombres al otro. No sabría en que año, pero alguno estuve para las fiestas del Santo Cristo. Sacaban al Cristo en procesión y lo llevaban por las calles como en tantos y tantos municipios de la España del nacional-catolicismo. Mi hermana M estuvo este año en las fiestas de mayo, las del Santo Cristo, a las que yo tengo que regresar alguna vez.
En la década que se cumplen veinte años –en “los ochenta”, otra coordenada de mi mundo onírico-, decidí que iba a pasar unas Navidades en Boquiñeni. Hacía bastantes años que no iba y puse mi mirada en otros detalles que, de pequeño, me habían pasado más desapercibidos. Igual que yo, todos los demás personajes de mi universo habían crecido. Muchas cosas habían cambiado cuando regresé a Boquiñeni en los ochenta. Supongo que me debía estar aproximando, si es que no la tenía, a la edad de mi padre cuando viajó a Boquiñeni y empezó a filmar todo lo que veía. Quizá fue a raíz de ese viaje cuando, además de recordar, decidí integrarme de alguna manera en ese universo. De esa época, de los ochenta –solo y, cómo no, buscando el tiempo perdido- son mis noches de Boquiñeni: una orquesta tocando en Nochevieja en ‘el baile” y nuevos nombres (dejadme que no ponga nombres o sólo de iniciales en este cuaderno) que incorporar a mi coctelera. Todo cabe en esa coctelera, ya lo he contado antes, desde juegos infantiles (“Buenos días padre, buenos días hijos, de dónde venís, de Valladolid, ¿qué oficio traís?.”.. y luego había que escenificar el oficio) a un pregonero que paraba su bicicleta, tocaba su trompetilla y leía un bando. O un grupo de ‘críos’, entre ellos yo, haciendo soplar una caña junto a unas telarañas hasta que acudía presta una araña que pensaba que había caído una mosca. O un desfile, también con cañas, junto a Ch., I.M., M.D. y M. F. O el juego del pañuelo. O los amores platónicos de un sitio que llamaban ‘el centro’. O la máquina de discos de ‘la pastelería’, que es donde comprábamos unos polos caseros envueltos en papel, que eran buenísimos pero se derretían muy fácil y mientras te los comías, camino de casa en la bici, te ponías ‘perdido’, es decir que te manchabas todo’. O unas fiestas de octubre que fueron como un akelarre.
Qué cruce de recuerdos tras haber pasado unos días en Boquiñeni y añadirlos a los anteriores. Cuántos nombres de épocas diferentes, de algunos que ya no están y de otros con quienes me encuentro y habló. En mi familia, igual que en el mundo de Macondo, los nombres iban a pares. Había dos Ch., la mayor y la pequeña; dos S, un J. y un P.J. Y luego, más adelante, llegarían los dos M, cuando ya nos hacíamos todos más mayores. Ellos son los que dan continuidad a mis recuerdos y añaden nuevas historias y más nombres (P., J., D., F, R., B. R, M.L, N., C. L, E, S....) que se mezclan con los anteriores y me permiten avanzar en este viaje hasta completar un universo del que también hablo en Palma.
Amigos y amigas de este otro lado, ya se han pasado por Boquiñeni. Han cruzado la barca, quizá el barco fantasma que cita Cervantes en el capítulo XXIX de la segunda parte del Quijote (según la crónica del viajero inglés que recoge José Luis Almau en su libro ‘Boquiñeni en la historia’, Ediciones V.J., 2012), y ya saben de lo que estoy hablando. De que Boquiñeni, más allá de un pueblo de la ribera alta del Ebro, nacido del asentamiento en la zona de un tal Buccinius y que más adelante se puso bajo la dependencia de la orden del Temple, es un estado del alma y un refugio interior al que se accede con llaves secretas que se reparten en ocasiones muy contadas.
Voy acabando. Y lo haré hablando de más libros, de viejos libros que me fui trayendo de ‘mi casa’ de Boquiñeni. Descubrirlos y leerlos es otro de mis recuerdos. Mamá, de pequeña, forraba todos sus libros con un papel que ya se había vuelto amarillo. Con una letra impecable, de esas que se enseñaban antes en colegios, copiaba el título y autores y luego ponía su nombre. Eran los libros de la colección Araluce y también había libros escolares, esas enciclopedias donde cabía todo, y que siempre acababan con el final de la Cruzada, Franco y el Día de la Victoria.
Llevo toda la tarde escribiendo, quien sabe si algún día estos recuerdos serán algo más. No puedo asegurarlo. Por lo pronto, y mientras me preparo para asomar la cabeza y mirar lo mal que parece ir todo fuera de este remanso, acabo con otro Labordeta, con Miguel:
“Escucha joven poeta inadvertido/ escribe para todos/ es decir, para nadie/ no lo olvides/ del pueblo vienes/ y el pueblo es tu raíz/ en consecuencia/ no hagas ningún caso del pueblo/ vuelve sagrado cuanto toques natural/ cuanto toques sagrado/ vuélvelo natural /es decir, haz lo que te de la gana”.
Pues eso, hasta más ver.
Soy Juan, el hijo de la Lola, el nieto de tío Pepe y tía Pilar