Ahora sé que
cuando caigo por Boquiñeni paso el mal de Montano, descrito por Enrique
Vila-Matas y que, básicamente, te lleva
a vivirlo todo como si fuera literatura. Este viaje de 2019 me ha abierto los
ojos.
Bueno, en
realidad, lo único que yo no sabía es que eso –vivirlo todo desde el prisma de
la literatura, ser un enfermo literario- se llamaba así, el mal de Montano.
Tenía los síntomas pero desconocía que Vila-Matas (V-M) lo había diagnosticado
y le había puesto nombre.
Todo empezó
poco antes del viaje de este verano a Boquiñeni, en la ribera alta del Ebro,
cuando cerró una librería de Palma y compré dos vila-matas: Bartleby y compañía y El mal de Montano. Vale, también compré una edición completa y no
infantil de David Copperfield, de Charles Dickens. Más que nada porque tiene un
arranque muy literario, de esos que dan a entender que tienen que pasar muchas
cosas: “Si llegaré a ser el héroe de mi propia vida u otro ocupará ese lugar,
lo mostrarán estas páginas”. David Copperfield siempre me gustó, mucho antes de
saber que fue la historia que le abrió a Siri Hustvedt las puertas de la creación.
Metí en la
mochila Bartleby (que había leído y perdido; alguna vez ya he contado que hasta
que no di con el modo de evitarlo, los libros de V-M me desaparecían una vez
leídos, como si me los hubiera tragado) y también a Montano, que no había leído
todavía. Releí el primero (tengo un amigo ácrata que dice que, a ciertas
edades, sólo se puede releer aunque yo no estoy totalmente de acuerdo) y luego
me metí con Montano. Y ocurrió lo que ocurre siempre: que a cada paso que daba,
a cada frase que leía, me daba la sensación de que V-M estaba describiendo lo
que me estaba pasando.
Iba por la
página 20 cuando ya el narrador soltaba de sopetón que “Rosa me dijo que yo
necesitaba un viaje urgente”, desintoxicarme y dedicarme a la contemplación de
la Madre Naturaleza y (textual) “mirar con calma como nacen, por ejemplo, los
tomates en el campo”. Que era, exactamente, lo que acababa de hacer yo entonces
después de que S. me dijera “llévate unos tomates”. Décadas atrás (ahora ya no)
Boquiñeni era un gran productor y exportador de tomates y el tiempo se medía en lo que iba de una cogida
a otra. Ya lo he contado otras veces y no es
necesario repetirlo.
Supe que me
iba a enganchar El mal de Montano, que EVM publicó en 2002, nada más asomarme a
la reseña de la contraportada. Seguramente porque aludía a una “quijotesca
contienda mental” que llevaba a su
protagonista de un lado a otro. Aunque era yo
quien, de verdad, estaba en un
viaje quijotesco, concretamente por algunas de las tierras, donde pasó don
Quijote en su primera salida.
Es posible
que ni Montano ni (supongo) EVM hayan pasado por Alcalá de Ebro, que es la
Ínsula Barataria donde don Quijote hizo gobernador a Sancho Panza. Pues bien,
apenas había llegado yo a la Ínsula Barataria (qué cursilada, por Dios,
escribir “apenas había llegado yo a la
Ínsula Barataria”) cuando se me salió la cadena de la bici y a mí no se me
ocurrió otra cosa que pensar que Rocinante había perdido una herradura.
Estoy enfermo
del mal de Montano, lo sé, y no consigo dar un paso (ni siquiera en bicicleta)
sin relacionarlo con algo que he leído antes o que ya le ha pasado a otra
persona. Por eso, no sólo me creí que le cambiaba la herradura a una bici que
se había convertido en caballo, sino que
me encomendé a Dulcinea (y me dije, tiene que saberlo) como cuando el episodio
de los gigantes que parecían molinos.
Pero fue al regreso de Gallur - a la vista del Canal Imperial y de los molinos del monte- cuando Frestón me confundió con uno de sus encantamientos y transformó en una almenara lo que no
debería haber sido sino un letrero indicador de los caminos rurales del Ebro.
En resumen (y
quizá tendría que hacérselo saber a
Vila-Matas), he experimentado el mal de Montano a mi paso por Boquiñeni, ese universo que invento y moldeo
en cada viaje (también en el de 2019) como si me fuera la vida en ello. Y no te
hagas el loco, Proust, que ya sé que andas asomándote ahí con tu dichosa
magdalena. Pues te voy a decir una cosa, que también he probado más de una en Boquiñeni. Desde que
era un crío. Son las magdalenas de la panadería de V. pero que, a mí, me hacen el efecto de las de Proust.
“¿Pero a
quién se le ocurre traerte magdalenas cuando vuelves de viaje?”, me preguntaron
una vez mientras me miraban como si yo estuviera loco. “Bueno, ¿y qué te vas a
traer de Combray cuando vas en busca del tiempo perdido?”, imagino que debí responder en plena inflamación literaria.
Casi lo grito el otro día, pero me contuve, desde el plató de los informativos
de RTVE en Aragón donde me metió E. hace pocos días. Lo anoto y lo guardo en
este blog para volver de tanto en tanto
cuando la rutina de la información me ahogue y ni las historias leídas me
salven.
Heidi, la
niña de los Alpes, también se me cruzó un año por Boquiñeni. Salió de un
libro de la colección Historias
Selección de la Biblioteca Juvenil de Bruguera -esa que alternaba páginas
escritas con otras de ilustraciones- y yo sólo esperaba la hora del desayuno,
en la cocina de las puertas verdes y el hogar con cadieras de la cocina de casa
de la tía C., por ver si sentía lo mismo
que Heidi y Pedro al beber leche recién ordeñada. Y eso que la leche nunca me había gustado, ni siquiera ahora
años después. Pero, en verano, todo era diferente. Y más si la tarde anterior
habías ido a buscarla tú mismo y la habías
llevado a casa en bici o andando.
Todo ha
cambiado de aquel universo y de cómo lo miraba aquel niño de ciudad que se
sorprendía de todo. Todo ha cambiado, o casi todo, pero quedan los recuerdos
que me sirven para ir reconstruyendo esta historia a la que quizá, como
Montano, esté añadiendo más literatura que la debida. Bueno, el tomate sabe igual,
y la longaniza y el chorizo. Y también algunas conversaciones que se han quedado como detenidas en el
tiempo.
Lo que ha
cambiado, sí, es que empecé a verlo todo desde la perspectiva de un crío y que
ahora ya no sé cuál es mi lugar. Veo a gente de mi quinta pero también paso el
rato con quienes, por edad, podrían ser sus padres o sus hijos. Y sigo
preguntándome por mi abuelo y, otra vez en este viaje (esta vez en El Rincón,
que es el único bar que queda abierto) me
han vuelto a contar la anécdota de cómo, llegado de Boquiñeni, mi abuelo
se las ingenió en Palma para conocer todos los entresijos de la
noche (yo nunca he sabido cómo) y que
habló con el portero del Sgt. Peppers para que tuvieran paso libre quienes
vinieran del pueblo. Supongo que mi abuelo no estuvo en el Sgt. Peppers la noche en que actuó Jimi
Hendrix y que es algo que se comenta mucho por aquí (ahora escribo desde Palma)
¡Y qué más da! Puestos a construir leyendas y buscarle a todo una conexión literaria,
quién sabe dónde se pone el límite que separa la realidad y la ficción.
Ya tendría que empezar a irme (para otro día, si
es que no la he contado ya, quedará la
historia del reló que da las horas dos veces con un intervalo de tres minutos y
que te permite pensar las cosas en una segunda oportunidad) pues no consigo dar un paso sin
meterme en alguna historia y pasarlo todo por libros y músicas. De
Labordeta, siempre pero esta vez tengo
que nombrar a Carmen París y a ‘Jotera lo serás tú’, canción que L. me descubrió:
“Jotera lo serás tú, anda y díselo a tu madre, que a mí no me duelen
prendas de cantarte por rancheras, o por chotís o en zulú”.
Cada viaje a
Boquiñeni me descubre algo nuevo, hago algo que no había hecho antes. He visto,
esta vez un entrenamiento del equipo de fútbol y, que es lo que he tratado de
contar esta vez, he descubierto que cada
vez que caigo por ahí la realidad se me cruza con la literatura; que tengo el
mal de Montano descrito por Vila-Matas, vaya. Como conozco a Paula de Parma y
soy amigo de su hermano, Pepe de Palma, igual halló el modo de hacérselo saber.
Y menos mal que no me dio por llevarme este año Una casa para siempre, que es
otro de sus libros. Lo habría interpretado como una señal y no hubieran podido sacarme de allá. Donde imagino que sigo, por cierto. Tenía que
contarlo. Por si sirve de ayuda a alguien.
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